Después de que un sismo de magnitud 7,2 causó la muerte de unas 1300 personas en el oeste de la isla, el país, que ya sufría una grave escasez de médicos, tiene dificultades para atender a los heridos.
Fuente: nytimes
Por Maria Abi-Habib
16/08/2021
Una mujer herida en Les Cayes, Haití, es llevada a un avión para ser trasladada a Puerto Príncipe el domingo.Credit...Valerie Baeriswyl para The New York Times
LES CAYES, Haití — Con huesos rotos y heridas abiertas, los heridos se agolpaban en hospitales dañados o fueron al aeropuerto, con la esperanza de acceder a vuelos con fines humanitarios que los sacaran de ahí. Un puñado de médicos trabajó toda la noche en salas de triaje improvisadas. Un senador retirado utilizó su avión de hélice de siete plazas para transportar a los pacientes más graves a que recibieran atención de emergencia en la capital.
El domingo, un día después de que un terremoto de magnitud 7,2 causó la muerte de al menos 1300 personas y lesionó a miles en el oeste de Haití, el principal aeropuerto de la ciudad de Les Cayes se vio desbordado por las personas que intentaban evacuar a sus seres queridos a Puerto Príncipe, la capital, a unos 130 kilómetros al este.
No había muchas opciones. Con apenas unas pocas decenas de médicos disponibles en una región en la que vive un millón de personas, las consecuencias del terremoto se estaban volviendo cada vez más terribles.
“Soy el único cirujano allí”, dijo Edward Destine, un cirujano ortopédico, señalando hacia un quirófano temporal de hojalata instalado cerca del aeropuerto de Les Cayes. “Me gustaría operar a diez personas hoy, pero no tengo los suministros necesarios”, dijo, enumerando la necesidad urgente de goteros intravenosos e incluso de los antibióticos más básicos.
El terremoto fue la última calamidad que ha convulsionado a Haití, que todavía vive con las secuelas de un terremoto de 2010 que, se calcula, mató a un cuarto de millón de personas. El terremoto del sábado se produjo unas cinco semanas después de que el presidente haitiano, Jovenel Moïse, fue asesinado, dejando un vacío de liderazgo en un país que ya lidiaba con pobreza extrema y la descontrolada violencia de las pandillas.
Las autoridades de Haití intentaban coordinar la respuesta al terremoto, concientes de la confusión que siguió al de 2010, cuando los retrasos en la distribución de la ayuda a cientos de miles de personas agravaron el número de muertos.
El primer ministro Ariel Henry prometió el domingo en una conferencia de prensa “dar una respuesta más adecuada que la que dimos en 2010”, a través de un centro único de operaciones en Puerto Príncipe para coordinar los esfuerzos humanitarios.
Paul Farmer, cofundador de la agencia de ayuda Partners in Health, que supervisa varios hospitales en Haití, dijo que la capacidad del país para responder a un terremoto —con nuevos servicios médicos de emergencia y programas de formación— había mejorado mucho en los años transcurridos.
“Las cosas que teníamos a nuestra disposición en 2010 frente a las de ahora son un cambio de la noche al día”, dijo Farmer, quien es médico.
Sin embargo, reconoció que Haití sigue enfrentándose a lo que denominó “viejos problemas”, como el mal estado de las carreteras, la escasez de transportes y la volatilidad política, alimentada por la violencia de las pandillas, que podrían dificultar aún más la gestión del desastre.
Entre las organizaciones que prestaron ayuda durante el fin de semana se encuentran la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, que envió un equipo de búsqueda y rescate, y la Guardia Costera de Estados Unidos, que dijo haber desplegado helicópteros para prestar ayuda humanitaria. La Organización Panamericana de la Salud envió expertos para coordinar la atención médica, y UNICEF distribuyó suministros médicos a los hospitales del sur y ayudó con el agua y el saneamiento.
El terremoto —más potente que el de hace 11 años— provocó desprendimientos de tierra generalizados, con rocas y otros escombros que bloquearon muchas carreteras, lo que dificultó el acceso a los heridos y necesitados. La carretera que va de Les Cayes, en la costa, al distrito de Marceline, a unos 26 kilómetros de distancia, en las montañas que dominan la ciudad, estaba agrietada en el centro y bloqueada por rocas y ramas de árboles.
Las familias de la zona dormían a la intemperie pues sus casas fueron gravemente dañadas o completamente destruidas. Otras estaban demasiado nerviosas por las réplicas que sacudían la región como para sentirse cómodas refugiándose bajo un techo.
En Marceline, el domingo, Honore Faiyther acababa de descubrir el cuerpo de su tía entre los bancos que quedaban de la iglesia de St. Agnès cuando una réplica sacudió la ciudad, haciendo vibrar los techos de zinc que se habían derrumbado y estaban esparcidos por el suelo.
Faiyther cerró los ojos y esperó a que pasara el temblor mientras se sentaba en una losa de hormigón que había formado parte del muro de la iglesia. A pocos pasos, el cuerpo de su tía, Ilda Pierre, yacía sobre una rejilla metálica, cubierto por una sábana blanca.
Pierre estaba limpiando la iglesia con una amiga cuando se produjo el terremoto.
“Mi tía tiene cuatro hijos, y es muy activa en nuestra comunidad y fue voluntaria en esta iglesia durante cinco años”, dijo Faiyther. “Su esposo está en negación. No puede enfrentar que está muerta”.
El reverendo Jean Edy Desravines dijo que había estado preparando un sermón para el domingo “para inspirar a los padres a enviar a sus hijos de vuelta a la escuela el próximo mes, para que se reincorporen a nuestra comunidad después de un año tan duro”, en referencia a la pandemia.
“Ahora ni siquiera hay escuela a la que enviarlos”, dijo el sacerdote, explicando que la escuela primaria que dirige su iglesia también había sido aplastada.
“En un pueblo pequeño como este, la iglesia es todo lo que tenemos”, dijo.
La alcaldesa de Marceline, Fenicile Marssius, que pasaba a visitar al sacerdote, dijo que su propia casa había sido destruida.
“No hemos recibido ninguna ayuda del gobierno”, dijo Marssius. “Quizás tienen tanto que hacer en las ciudades que no pueden llegar a nosotros en estas zonas remotas”.
En el pueblo de Mazenod, a las afueras de Les Cayes, la gente observaba cómo los voluntarios intentaban extraer a dos mujeres de los escombros de la casa de huéspedes de una iglesia derrumbada. La pala metálica de una excavadora apilaba los escombros a un lado mientras los hombres utilizaban sus manos desnudas para mover las losas de hormigón.
Casi todo el complejo de la capilla de St. Eugène de Mazenod quedó destruido, incluido el seminario y las escuelas secundarias que dirige la iglesia.
“No creo que haya ninguna esperanza”, dijo Melchirode Walter, de 31 años, cuya hermana, Solange Walter, de 26 años, quedó atrapada. “Llevamos llamándola por su nombre desde ayer y golpeando el hormigón, pero no hay nada”.
El reverendo Corneille Fortuna, que ayuda a dirigir el complejo, dijo que sobrevivió por poco cuando su residencia en la propiedad se derrumbó. Quedó atrapado por los ladrillos que bloqueaban la entrada hasta que sus amigos pudieron sacarlo.
“Haití es un país en el que todos los desastres son posibles”, dijo el padre Fortuna. “Y nunca hay ayuda”.
Los funcionarios de Les Cayes calculan que solo 30 médicos atienden a toda la región occidental. Ahora se enfrentan a la abrumadora perspectiva de tratar miles de graves heridas causadas por los edificios derrumbados.
Todos los hospitales principales están dañados; los médicos trabajaron durante la noche para montar el quirófano provisional cerca del aeropuerto de Les Cayes porque los hospitales locales estaban en muy malas condiciones.
En el Hospital General de Les Cayes, dos cirujanos operaron el domingo a ocho personas con escasos suministros, pero se vieron obligados a rechazar a la mayoría de los pacientes.
Tras las intervenciones, los pacientes fueron trasladados en sus camas bajo el inclemente sol caribeño hasta el estacionamiento, que se ha convertido en un centro de atención ambulatoria.
James Pierre, uno de los cirujanos, acababa de operar a una niña de 5 años con traumatismo abdominal que había sido aplastada por un muro de su casa mientras jugaba en el patio.
“Aquí solo podemos hacer cirugías sencillas, no tenemos nada con que trabajar”, dijo Pierre mientras observaba cómo el pecho de la niña se esforzaba con cada respiración bajo una manta al aire libre.
Los historiales médicos, apilados a medio metro de altura sobre una mesa metálica, estaban junto a un grifo abierto donde se lavaban los pacientes y sus familiares y amigos. Entre los heridos había pollos corriendo.
En el aeropuerto, Hervé Fourcand, antiguo senador por la región de Les Cayes, utilizaba su pequeña avioneta de hélice durante el fin de semana como ambulancia voladora, llevando a los más necesitados a la capital de Haití, en un vuelo de 45 minutos. Dijo que había evacuado a 50 personas desde el sábado. “Los hospitales están rotos por dentro”, dijo.
“Tengo 30 personas en estado grave esperándome”, añadió Fourcand. “Pero solo dispongo de siete asientos”.
Palmera Claudius, de 30 años, yacía en la cama de un camión que sus familiares habían contratado para llevarla al aeropuerto, con toda la parte izquierda de su cara hinchada.
Estaba en su hogar de Camp-Perrin, en las afueras de Les Cayes, cuando sintió una sacudida en toda la casa. Al intentar salir corriendo, una pared se le vino encima.
Como muchos otros que se dirigían al aeropuerto, esperaba un vuelo gratuito a la capital, ya que su familia no podía permitirse un billete.
Claudius dijo que no sentía las piernas y que la clínica de su pueblo no disponía de capacidad para hacer una radiografía y determinar qué estaba mal.
En un descanso de la atención a los heridos, Destine, el cirujano ortopédico, intentaba llevar a su propio padre, también cirujano, a Estados Unidos para recibir tratamiento. Su padre sufrió un importante traumatismo craneal a causa de la caída de un techo, dijo.
Destine dijo que creía que miles de personas contraerían infecciones potencialmente mortales a menos que los suministros adecuados se entregasen a tiempo. La perspectiva de la malnutrición, además, podría agravar el desastre natural para una población ya empobrecida y hambrienta, dijo.
“Ni siquiera podemos hacer pruebas de laboratorio”, añadió.
Constant Méheut colaboró con reportería desde París, y Alexandra E. Petri desde Nueva York.
Maria Abi-Habib es la jefa de la corresponsalía de México, Centroamérica y el Caribe. Ha cubierto el sur de Asia y Medio Oriente para The New York Times. Encuéntrala en Twitter: @abihabib
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