Fuente: Diario Vasco
Por : JUAN MANUEL DE PRADA
Jueves, 5 agosto 2021
Leo en estos días un deslumbrante ensayo del teólogo metodista Daniel M. Bell, titulado La economía del deseo (Editorial Nuevo Inicio), donde se nos explica la radical incompatibilidad entre el capitalismo y el cristianismo. Entre las muchas facetas con que Bell muestra dicha incompatibilidad, resulta muy interesante la contraposición que establece entre la caridad cristiana y los dos sucedáneos permitidos por el capitalismo, la filantropía privada y la asistencia social promovida desde los Estados.
La filantropía privada no plantea crítica alguna al capitalismo, pues opera «fuera del mercado», dedicándose más bien a limpiar sus trapos sucios y a adormecer la adopción de soluciones morales fundamentales. Y lo hace, además, creando la falsa impresión de que los problemas están siendo afrontados. La filantropía se convierte así en piedra angular de la organización capitalista, ‘blanqueando’ el afán de lucro del donante. No en vano los mayores plutócratas –desde George Soros a Jeff Bezos, pasando por Bill Gates– se enorgullecen de ser los más activos filántropos; pues saben que nadie les planteará preguntas incómodas acerca de la justicia de sus donaciones, ni tampoco sobre las intenciones por las que ‘invierten’ dinero en los necesitados. Además, como a nadie se le escapa, el filántropo se implica en tales prácticas de forma hipócrita, es decir, no por un compromiso genuino con el bien común, sino por propiciar las condiciones que favorecen su negocio, o simplemente por mejorar su imagen pública (lo que redunda en su beneficio económico).
También la asistencia social promovida por los gobiernos deja intacto el capitalismo, al atender a las víctimas de los fallos del mercado sin abordar las causas de dichos fallos. Además, se dispensa de un modo impersonal y burocrático a individuos o grupos desconectados entre sí, minimizando o eliminando totalmente cualquier tipo de compromiso mutuo y duradero, característico de una verdadera comunidad. Y socava el sentido de responsabilidad comunitaria, contribuyendo al marchitamiento de los lazos vecinales. Como el gobierno provee a través de los impuestos, la sociedad considera que ya nada la obliga a preocuparse por el prójimo. El Estado, a la postre, se convierte en una herramienta crucial para ayudar al capitalismo frente a la emergencia de relaciones naturales de cooperación que se socavan los presupuestos del homo economicus. De ahí que el neoliberalismo capitalista no se oponga a la asistencia social, siempre que no interfiera con el mercado.
En contraste, la caridad cristiana es un justo ordenamiento de la vida pública y comunitaria de acuerdo con el destino universal de los bienes materiales. No es un acto privado al estilo de la filantropía, sino que abarca un elenco de instituciones y prácticas que implican a la sociedad entera –desde las órdenes religiosas a los gremios profesionales, pasando por las familias–, provocando una implicación social que hace mella en el capitalismo. No se preocupa solamente de la redistribución de la riqueza, sino que –cuando la Iglesia no ha sido domesticada y convertida en un mero ‘capataz’ al servicio de la asistencia social– se preocupa también de la producción, generando una auténtica ‘economía civil’ cristiana. De ahí que el capitalismo señalase desde sus orígenes (no hay más que leer a Adam Smith) la caridad cristiana como enemiga principal de la sociedad que deseaba modelar. Pues, no en vano, las obras de misericordia no sólo se preocupan de prácticas redistributivas como la limosna, sino que propician el nacimiento de cofradías, asociaciones y gremios que se interesan por asuntos como los salarios o los precios justos, los límites de la productividad o la usura. Sólo cuando la Iglesia acepta los cambios introducidos por el capitalismo –que separa la economía de la virtud y reduce la justicia a un intercambio voluntario– empiezan las obras de misericordia a asemejarse a una mera filantropía redistributiva.
Además, la caridad cristiana no se agota en las obras de misericordia corporales, sino que se manifiesta también en obras espirituales –enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, etcétera– que interpelan a quienes influyen en la organización del sistema económico. Allá donde las obras de misericordia se practican como una expresión de la economía cristiana, inevitablemente se pone en cuestión el sistema económico que provoca las situaciones de injusticia que las obras de misericordia afrontan. La caridad, en fin, reúne a todos en una comunión fundada en el ágape cristiano, e implica una crítica sistémica que la filantropía y la asistencia social eluden.
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