Fuente: El Diario Vasco
Por: Lourdes Pérez
Hagamos un poco de historia este julio tan excitado como para estar afrontando una quinta ola pandémica que parece habernos pillado con el pie cambiado. Como para desencadenar una crisis de Gobierno en modo revolución. Y como para que las pasiones políticas se libren en el escenario del Tribunal Constitucional y su decisión, por seis votos a cinco, de tumbar el confinamiento del estado de alarma que, a ojos de esa exigua mayoría de la alta Magistratura, habría requerido la aplicación del estado de excepción.
El debate sobre la constitucionalidad del Estatuto aprobado por el Parlament y por las Cortes y refrendado por la ciudadanía catalana en 2006 estuvo a punto de llevarse por delante al TC hace una década larga. Su entonces presidenta, María Emilia Casas, se dolía en privado de la delicadísima tesitura en que se había colocado al Tribunal al forzarle a revisar la legalidad de una ley esencial que había sido respaldada por las instituciones parlamentarias y por ‘el pueblo’. Esas deliberaciones en el Constitucional, forzadas por el recurso del PP, se prolongaron cuatro largos años, desembocaron en divisiones en su seno que trascendieron y minaron la credibilidad del entramado judicial. La propia Casas, adscrita al sector progresista, fue la ponente de la sentencia de 2010 que acabó revirtiendo los aspectos más ‘soberanistas’ del Estatut. Y otro magistrado al que se alineaba con ese ala del Tribunal, Manuel Aragón, resultó determinante para interponer un dique frente a la consideración de Cataluña como nación. Catorce artículos de la ley estatutaria fueron declarados inconstitucionales por una amplia mayoría de ocho a dos. El resto de preceptos impugnados por el PP reflejaron los matices existentes en el Tribunal, que tardó años en recomponer su dañada figura.
Ese veredicto, esos catorce artículos nucleares anulados, acabó convirtiéndose en la madre de todos los males de Cataluña y en el banderín de enganche con el que el soberanismo catalán justificó su salto a las reivindicaciones independentistas que culminaron con el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. La crítica legítima a la sentencia del TC no justifica lo que se desencadenó después –el pulso contra la legalidad estatutaria y constitucional-, pero el Alto Tribunal ya se había transformado en el campo de batalla al que derivar la bronca partidaria. La estrategia es conocida y tiene padrino: es al exministro Federico Trillo al que se atribuye el diseño de los recursos ante el Alto Tribunal con los que los populares, desde la oposición, intentaron revertir las reformas que el Gobierno de Zapatero en minoría iba sacando adelante en el Congreso. El TC, con su composición renovada y la vasca Adela Asua en la vicepresidencia, fue restituyendo su entereza en el momento más crítico para él, incluso más que la discusión sobre el Estatut: el contraste de las aspiraciones secesionistas en Cataluña con el marco de la legalidad constitucional. Resolución a resolución, sentencia a sentencia, el Constitucional fue definiendo el camino a través de una unanimidad inquebrantable. Y en ese camino dejó fijado que no hay nada inmutable, ni el modelo de Estado, en la Carta Magna que rige los derechos y libertades de una democracia que no es militante. Es decir, que tolera en su seno hasta a quienes quieran destruirla.
Hoy como ayer, once años después de la sentencia del Estatut catalán, el TC vuelve a situarse en el epicentro del frentismo entre el Gobierno de centro-izquierda y la oposición de derechas. Poco importa que el debate sobre el recorte de derechos para combatir la pandemia y cómo había que ejecutarlo –bajo estado de alarma o bajo estado de excepción- sea no solo apasionante jurídicamente, sino también ineludible para la óptima salud del sistema democrático. Poco parece importar también que esa votación al límite de seis a cinco por la cual se declara ilegal el confinamiento estricto haya reflejado una fractura transversal, aunque el Tribunal tenga ahora mayoría conservadora. De hecho, quien ha desempatado ha sido la vicepresidenta, Encarnación Roca, elegida en su día para la institución por el Parlamento catalán gracias a un acuerdo del Gobierno encabezado por el PSC con la extinta CiU y que luego apuntalaron Alfredo Pérez Rubalcaba y Josep Antoni Duran i Lleida. Poco importa casi todo en un país que ha erigido el desencuentro en su seña de identidad y que judicializa la política incluso cuando no haría falta para tratar de hacer de la Justicia un tentáculo más de la pugna partidaria. La novedad, esta vez, es que un Gobierno socialista, el de Sánchez, se ha sentido socavado por el TC y ha cuestionado abiertamente la sentencia del Constitucional que contraviene la respuesta de la Moncloa a la pandemia.
El desgaste de cada uno de sus poderes desgasta al conjunto del Estado. Y más allá de que el sistema de partidos sea omnívoro y lo quiera controlar todo –que de eso va, obscenamente y desde hace décadas, la recurrente diatriba entre el PSOE y el PP en torno a la conformación del Consejo General del Poder Judicial-, los propios jueces no pueden desentenderse de su responsabilidad en el deterioro que también salpica a la Magistratura. Al menos, los magistrados que han actuado dejando entrever una renuncia voluntaria a la independencia que la Constitución les garantiza pero también les exige. Esa independencia no significa que quienes integran el Poder Judicial tengan que lobotomizarse la ideología y dejar de pensar como seres libres ceñidos, en su caso singularmente, al mandato de la ley. Los jueces no son seres asexuados, y mejor que no lo sean; porque qué contraproducentes resultan para el bien común aquellos que viven encerrados en su burbuja jurídica, impermeables a todo lo que les rodea. Sí, los jueces tienen ideología y reciben presiones, implícitas o menos. Lo relevante, lo imprescindible, es que sus resoluciones se sostengan sobre argumentos legales, sólidos, autónomos y comprensibles aunque pueda discreparse sobre su contenido o conclusión. Discrepancia que –convendría- no formule el primero que pasa por aquí y con criterio defectuoso desde los atriles políticos, los púlpitos de las tertulias y las barras de bar en las que el Covid impide ahora detenerse a debatir sobre nada.
PD: La sentencia del TC contra el encierro del estado de alarma ha estado originada, esta vez, en un recurso de VOX. La formación de Santiago Abascal parece dispuesta a utilizar sus 52 escaños en el Congreso –contar con 50 diputados permite acudir al Tribunal Constitucional- para oponerse a lo que no puede tumbar en las Cortes y en los parlamentos autonómicos en los que se sienta. Y ya ha anunciado que recurrirá ante el TC la nueva ley antipandemia promovida por las fuerzas del Gobierno Urkullu.
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