Fuente: Vida Nueva
12-18 junio 2021
Según los sondeos, una buena parte de la gente ya no se sitúa en posiciones teístas, pero tampoco ateístas o agnósticas, sino en la indiferencia.
Así parece ser, al menos, en una buena parte de la Europa occidental; pero no en la oriental ni en el resto del mundo. Ahora bien, que se constate entre nosotros ese caminar hacia la indiferencia —religiosa y también atea—, pero, a la vez, con búsquedas de espiritualidades y la aparición de nuevos movimientos creyentes alternativos, no merma para nada la importancia ni la necesidad de precisar lo que decimos cuando decimos “Dios existe” y si interesa dicha existencia.
En primer lugar, para los ciudadanos de la Europa occidental, todavía en su gran mayoría creyentes, aunque muchos de ellos lo pudieran ser solo por tradición cultural. Y, en segundo lugar, para quienes nos sucedan y continúen por la senda que hemos transitado nosotros. Es importante emitir el mensaje (alto y claro), a propios y extraños, de qué es lo que decimos cuando decimos “Dios existe” y por qué nos importa o, cuando menos, por qué me importa su existencia.
Somos muchos los creyentes que, comprometidos en la construcción de un mundo más justo y fraterno, agradecemos que se nos reconozca —como lo hizo el ateo Paolo Flores d’Arcais el año 2008, en su debate con el entonces cardenal Joseph Ratzinger— que, comparativamente con ellos, fuéramos “muy buena gente”, sobre todo, en la tarea discreta y constante de echar una mano a los más necesitados, pero que nuestras convicciones se caracterizaban por estar ayunas de consistencia racional.
Entiendo, a diferencia del filósofo italiano, que también tenemos excelentes razones en las que se funda la importancia que nos merece lo que decimos cuando decimos “Dios existe”: nuestro mundo está lleno de huellas, transparencias, anticipaciones o “murmullos” (Etty Hillesum) de la Vida definitiva de la que todo procede y de la Plenitud hacia la que estamos encaminados.
Credibilidad de la Iglesia
Pero, por si eso no fuera suficiente, hay quien recuerda que la pérdida de credibilidad social de la Iglesia católica hace mucho más difícil creer en la existencia del Dios cristiano.
Es evidente que sí. Sin embargo, entiendo que no es el objetivo de esta reflexión, aunque dicha pérdida de credibilidad resulte, en muchos casos, un factor importante para no continuar como cristiano o para adentrarse en la increencia o en la indiferencia. Su peso es, por otro lado, incontestable en los llamados “nuevos ateos”.
Muchos de ellos lo son por este tipo de argumentos, aunque no solo. Pero el objetivo es hablar de la importancia de lo que decimos cuando decimos “Dios existe”; no de la Iglesia, aunque sin obviar por ello las críticas —frecuentemente saludables— que se escuchan por parte de los ateos y también de muchos cristianos y católicos. Y tampoco sin descuidar las muchas razones por las que los creyentes —concretamente, los cristianos y católicos— lo somos en ‘ecclesía’, es decir, en Iglesia o comunidad. Y queremos seguir siéndolo.
Ya sé que cuesta separar la credibilidad de la Iglesia y de los cristianos de la fe en Dios y de su importancia o irrelevancia; algo que no es fácil cuando la conversación se calienta. Tenemos experiencia de muchos debates en los que se deriva a lo que no correspondía. Y, casi siempre, suele ser el lado oscuro de la Iglesia, al que no siempre se contrapone el lado amable y seductor; que también lo tiene.
Otras cosmovisiones
Añado a estas dos primeras indicaciones introductorias una tercera: voy a abordar la cuestión de qué es lo que digo cuando digo “Dios” y de por qué me importa su existencia, comparando su contenido con las explicaciones alternativas más comunes que se vienen facilitando, desde hace un tiempo, por una buena parte de los ateos, agnósticos y antiteístas. Y siendo consciente de que como, también sucede en el mundo de la creencia, los matices son infinitos y cada persona tiene su propia explicación sobre el “principio y fundamento” (en este caso, en minúsculas) del mundo, de la vida y de la historia.
Sabiendo que generalizo, tengo presentes, en concreto, dos de las cosmovisiones o explicaciones que más acogida tienen, porque son muchos los ateos, agnósticos y antiteístas que se sienten, de una u otra manera, reflejados en ellas.
En primer lugar, las materialistas (que algunos denominan determinismo físico necesitante o materialismo bruto): el mundo, la vida y las personas son todo lo que se explicita en las pruebas científico-empíricas, sin más consideraciones; probablemente porque muchos de ellos entienden o creen que la materia —como la finitud— es aproblemática, absoluta y satisfecha. Y, en segundo lugar, las de quienes proponen la aleatoriedad como la explicación más consistente, es decir, el mundo y la vida son el resultado sorprendente del azar y de la casualidad. Y nada más.
Razón en libertad
Pero, como he dicho, no soy sociólogo. Por eso, insisto en que mis opiniones tienen la misma “autoridad” que la de cualquier ciudadano atento a estos asuntos: la que da la fuerza de la argumentación que, en este caso, se aporta. No más. Quedaría la del testimonio existencial, pero creo que no es esa la razón de ser de esta reflexión. Por eso, continúo con la perspectiva indicada, recordando que, en esto, como en tantas otras cuestiones, he tratado de seguir a Platón cuando invita a ir allí donde me lleve la razón en libertad.
Y, sin más consideraciones, me adentro en el tema, reformulado en estos términos: por qué me importa la existencia de lo que digo cuando digo “Dios”. Lo abordo en tres momentos: el primero, dedicado a exponer el peso de haber nacido en una cultura católica y de su alcance en la existencia de Dios; el segundo, centrado en presentar las razones por las que soy deísta y por las que me importa serlo; el tercero, ocupado en mostrar los argumentos y motivos “incomparables” en los que descansa mi teísmo “jesu-cristiano”. (…).
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