Fuente: El País
Por: Daniel Verdú
27/06/2021
El Papa sufre las tensiones a derecha e izquierda de las dos iglesias más ricas, las de Estados Unidos y Alemania, mientras el Vaticano intenta influir en el debate parlamentario italiano sobre la transfobia.
Las guerras culturales y los conflictos ideológicos abren grietas incluso en la única institución que ha fundamentado en la unidad una supervivencia de 2.000 años. Las dos iglesias más ricas del mundo, la de EE UU y la de Alemania, están tensando la cuerda ideológica del catolicismo en direcciones diametralmente opuestas. La primera se opone a permitir la comunión a políticos que sostengan el derecho al aborto, como el propio presidente del país, Joe Biden. La otra, debate la posibilidad de ordenar a mujeres, bendice a parejas homosexuales y entona un sonoro mea culpa por los abusos que deja en fuera de juego a toda la jerarquía eclesiástica. En medio, se encuentra el papa Francisco, que asiste al enésimo conflicto cultural y político a cuenta de los derechos civiles la misma semana que el Vaticano, en un insólito movimiento, se ha entrometido en la tramitación de una ley contra la homofobia y la transfobia en Italia.
Las tendencias de la iglesia estadounidense y alemana apuntan desde el comienzo del Pontificado de Francisco en direcciones opuestas. Pero los últimos años han acentuado las discrepancias y el propio Pontífice, en el avión de regreso a Roma tras visitar Mozambique, Madagascar y Mauricio en septiembre de 2019, aseguró que no temía un cisma. Este mes la situación ha vuelto a mostrar las costuras de la unidad. La confirmación del primer problema real llegó desde Múnich hace dos semanas, cuando el arzobispo Reinhard Marx presentó su dimisión. El purpurado, de 67 años, es un peso pesado de la jerarquía eclesiástica. No solo en Alemania, donde es uno de los obispos más influyentes —presidió la Conferencia Episcopal (DBK son sus siglas en alemán) hasta el año pasado, sino también en Roma, donde asesora al Papa como miembro de la comisión cardenalicia. Hoy representa el ala más progresista de la Iglesia y ha dado a entender que las reformas de Francisco le parecían insuficientes y lentas.
La Iglesia alemana, convencida de que se agota el tiempo para cambiar las cosas tras décadas de abusos sexuales sistemáticos, comenzó por su cuenta hace más de un año el llamado camino sinodal, por el que se discutió sobre la pertinencia de ordenar a mujeres, sobre el celibato y sobre la homosexualidad. El Vaticano intentó frenar sin éxito la iniciativa de una Iglesia cuyo nivel teológico está fuera de dudas y que contribuye a la menguante caja común como ninguna en Europa. La ola es demasiado fuerte. Un año antes ya atravesó problemas similares cuando un grupo de obispos, apoyados por Marx ―entonces presidente de la Conferencia Episcopal― abrió la vía de la intercomunión planteando que las parejas protestantes de los católicos que les acompañasen a misa tuvieran acceso a la eucaristía. “No toda la Iglesia alemana puede situarse en ese entorno progresista, obviamente. El problema es que gran parte del sector conservador tampoco entiende muchas decisiones tomadas”, señala un alto cargo vaticano.
La dimisión del arzobisopo, insólitamente rechazada en una carta pública por Francisco, debe situarse en este contexto de apertura e impaciencia. El historiador de la Iglesia Alberto Melloni considera que “la posición del Vaticano hacia el proceso del camino sinodal que se abrió en Alemania fue casi una provocación”. “Se hicieron peticiones, puntualizaciones… También una carta del Papa en la que no dejaba tocar ciertos argumentos. Pero quien conozca a la iglesia alemana, tan rica en saber teológico, no podía tener dudas de que aquello iba a producir el efecto contrario. La dimisión de Marx fue un acto gravísimo porque ponía en evidencia la falta de aceptación del problema del resto de la jerarquía católica. El Papa logró salir del apuro con una bonita carta pública, pero la cosa no está cerrada”.
La herida al otro lado del Atlántico
La herida también supura al otro lado del Atlántico, donde el efecto de la guerra cultural y política del sector ultraconservador provoca tensiones hacia el otro hemisferio ideológico. La Iglesia de EE UU, donde una gran parte de su jerarquía se ha constituido en una de las principales trincheras contra el pontificado de Francisco, anunció hace una semana su decisión de redactar una declaración sobre el sacramento de la comunión que podría implicar denegarle la eucaristía a Joe Biden, el segundo presidente católico que ha tenido el país (el anterior fue John F. Kennedy), así como a otros políticos de esta confesión, por apoyar el derecho al aborto. La votación fue aprobada por 168 votos a favor frente a 55 en contra. Quizá el dibujo numérico más nítido sobre cómo están los bandos en esta guerra.
La Iglesia de EE UU, lastrada también por los escándalos de abusos, ha decidido emprender el camino opuesto para recuperar la credibilidad (una encuesta publicada en marzo por el instituto Gallup mostraba una caída del 20% de fieles en las últimas dos décadas). Biden nunca se ha opuesto al matrimonio entre homosexuales, al derecho al aborto o al nombramiento de transexuales como altos cargos de su Administración, como la doctora Rachel Levine, subsecretaria de Salud. Pero en el sector más progresista causa estupor la votación. James Martin, sacerdote jesuita y autor de la revista America, cree que es “sorprendente”. “Más cuando no se opusieron a que el fiscal general William Barr recibiese la comunión después de firmar varias ejecuciones federales, algo que también está en contra de las enseñanzas de la Iglesia como el aborto. Están a favor de la vida en un aspecto pero no en el otro. Cuando se trata de denegar la comunión a alguien estoy con el Papa: la eucaristía no es un premio para quien es perfecto, sino una medicina y un alimento poderosos para los débiles”.
El poder en manos de los obispos
Los ocho años de pontificado de Francisco han tenido poca incidencia en la Iglesia estadounidense. Solo en diócesis como Chicago, Newark, San Diego o Washington ha habido cambios sustanciales. “La iglesia americana es ultraclerical. El poder está en las manos de los obispos, que cada vez están más alejados del pueblo. Es una iglesia muy vertical y por eso no se habla de sinodalidad”, apunta Massimo Faggioli, profesor de Teología y autor del libro Joe Biden y el catolicismo en Estados Unidos (2020). “Para ellos no hay distinción entre guerra cultural o política. La lectura que dan los obispos en EE UU es que el país y la Iglesia atraviesan una crisis de sacramentos y devoción, y esto tiene que ver con dinámicas culturales de largo plazo. Pero también con una lucha política progresista que ellos creen que deben combatir en el plano sacramental. La guerra cultural no existe, ha sido siempre política. Quieren leyes, jueces, ministros y presidentes de un cierto tipo. Pero ahora se encuentran con un presidente católico que no encarna esa idea de guerra cultural que sí podía encajar con Trump o Bush. Da la sensación de que quieren una Iglesia más pura y más pequeña”.
La brecha abierta en EE UU, además, complicará algunos importantes movimientos geopolíticos del Vaticano, como la apertura diplomática y religiosa hacia China. Pero, sobre todo, muestra el clima de desunión generado en los últimos años entre algunos de los polos más importantes de la Iglesia. ¿Ruptura? El último cisma, técnicamente, fue el de los lefebvrianos, que se consumó durante el pontificado de Pablo VI. Y desde Juan Pablo II todos los papas han intentado sanar la herida para que no se repitiesen casos como el de los Viejos Católicos en 1871 ni, por supuesto, la reforma luterana. Francisco hace equilibrios hoy para no romper nada tirando demasiado de ninguno de los extremos. Sabe que el principio de unidad sobre el que se asienta la Iglesia se basa en el ejercicio del primado papal. Y eso nadie lo discute hoy en voz alta. Pero hacía mucho tiempo que ningún vendaval ideológico lo había socavado tanto.
El movimiento menos diplomático de la Santa Sede
Las guerras culturales que afectan al Vaticano no solo tienen lugar a miles de kilómetros de Roma. Basta cruzar el Tíber para encontrar el último ejemplo de cómo la visión sobre algunos asuntos sociales y de derechos civiles generan tensiones intramuros. Esta vez ha sido a cuenta del proyecto de ley que tramitan las cámaras contra la homofobia y la transfobia.
Il Corriere della Sera publicó esta semana el contenido de una carta en la que el Vaticano expresaba su preocupación. Una comunicación que invocaba a los acuerdos firmados entre la Santa Sede y Mussolini en 1929 —y luego revisados por Bettino Craxi en 1984— para normalizar las relaciones entre ambos estados después de largos desencuentros tras la unificación de Italia. Según la diplomacia vaticana, Italia estaría violando ese tratado con la aprobación de la nueva norma que limita la libertad de expresión al prever que las escuelas católicas privadas estarían obligadas a organizar actividades durante la futura Jornada Nacional contra la Homofobia. La Santa Sede considera, además, que el proyecto de ley italiano ataca la libertad de pensamiento de los católicos y ha manifestado su temor por las posibles consecuencias judiciales. “Pedimos que se tengan en cuenta nuestras preocupaciones”.
El movimiento, contestado por el propio primer ministro italiano, Mario Draghi,
que invocó la laicidad del estado y la soberanía del Parlamento para debatir
libremente la ley que le parezca oportuna, ha provocado un nuevo conflicto. El
Secretrario de Estado, Pietro Parolin, ha debido matizar el contenido de la
carta y asegurar que no se quiere frenar la ley, sino tan solo expresar
preocupación por algunos aspectos. Algo que la Iglesia siempre ha hecho a
través de su diplomacia, informalmente y sin dejar ninguna nota por escrito que
muestre la artillería pesada. Invocar el concordato y pasar por encima de la
Conferencia Episcopal local, encargada normalmente de librar esas batallas
domésticas, casa poco con la histórica sutileza de la Santa Sede para evitar
torpes injerencias en un estado extranjero.
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