Por: Ximo García Roca
En: ATRIO. 06/02/21
Mientras me sobrepongo al inmenso dolor por la muerte de
mi hermano, que ha sido arrebatado por la COVID, me incomoda lo que dice la
Instrucción pastoral de la Conferencia Episcopal “Un Dios
de vivos” sobre las exequias cristianas (diciembre 2020): “el
centro de las exequias cristianas, dice, es Cristo Resucitado y no la persona
del difunto. Los pastores han de procurar con delicadeza que la celebración no
se convierta en un homenaje al difunto”. “En el caso de que algún familiar
intervenga con unas breves palabras al final de la celebración, se le debe
pedir que no altere el clima creyente de la liturgia de la Iglesia… y evite un
juicio global sobre su persona”. Por motivos teológicos, por razones
antropológicas y por requerimiento cultural pienso y hago lo contrario.
Mi hermano creyó que la resurrección de Cristo se hace
real y efectiva en la vida de los bautizados. Así lo trasmitía en la catequesis
hasta creer que la resurrección empieza en el bautismo, continúa en la caridad
y se cumple en la esperanza. Vivir cristianamente, para él, consistía en seguir
y construir huellas del Resucitado, y además sabemos que Cristo ha resucitado
porque existen marcas, efectos y consecuencias en las personas y comunidades
que creen en El. Del mismo modo, me desagrada la Instrucción por razones
antropológicas, ya que no se puede olvidar que la muerte es un acto
radicalmente íntimo e individual, y sólo así se incorpora a la comunión de los
santos. Con mi hermano muere una subjetividad personal irreductible, que ha
secado los lagrimales de quienes le hemos amado. No es uno más de los ciento
diez muertos hoy en Valencia. La individualidad ha de presidir las exequias.
Los homenajes y exequias de Estado pueden y deben ser colectivas, como sucedió
en la digna celebración por los muertos de la pandemia, en la Plaza de Oriente.
En las exequias cristianas se celebra una vida concreta, con nombre y
apellidos, con una historia particular y un cuerpo dañado. Lo otro, según la
antropología social, es negocio funerario y ritual mágico. Me repugna asistir a
un funeral que el cura no sabe ni el nombre del difunto, le llaman Francisco
cuando siempre se llamó Paco, Inmaculada cuando todos la conocen como Concha,
María Dolores cuando es Loles. Nunca entendí las eucaristías que se ofrecen por
un listado de difuntos, si no es por razones que se me escapan. Cultural y afectivamente, la Instrucción me incomoda en
tiempos de pandemia, cuando las muertes de disuelven en curvas estadísticas y
números de muertos, y se acumulan féretros, esperando el turno para la
incineración. En este contexto no tiene sentido acelerar la misa exequial, como
se propone, si no se puede garantizar, por motivo de salud, la presencia de
todas las personas significativas que hicieron única e irrepetible la vida del
difunto. El sentido de las exequias no es tanto orar por el difunto, lo que se
puede hacer en cualquier momento, sino celebrar comunitariamente la ausencia de
uno de los nuestros. El sentido sanador de la eucaristía trasgrede el
anonimato. En mis tiempos de profesor de escatología pedía a los estudiantes del
último año de teología, que redactaran la homilía que quisieran para ellos.
Todos se referían al compromiso y al seguimiento, a la bondad, la justicia, la
belleza de sus vidas, salvo aquellos que, destinados a ser obispos, invocaban
abstracciones sobre la misericordia de Dios, sobre la condición humana, finita
y contingente. Así lo confirman el pueblo creyente cuando al finalizar la
eucaristía toman la palabra y se refieren a la vida del difunto y arrancan en
un aplauso, que en la tradición corrobora la santidad. Ahí empieza la homilía
real y evangélica, todo lo contrario de lo que propone la Instrucción. Asistí
hace unos meses a funeral por un amigo sacerdote. El celebrante, que
representaba al obispo, habló del sacerdocio eterno según el orden de Melquisedech.
En el momento final de la eucaristía, un joven de la parroquia en nombre de la
comunidad dijo: “este hombre de Dios ha sido nuestro líder, y hoy es nuestro
guía, y mañana caminará con nosotros como vigía”. ¿Quién tenía razón ? ¿Quién
dijo verdad?
Un gran tipo García Roca. Me he entusiasmado con su lectura siempre.
ResponderEliminarComprendo su estado de ánimo y su actitud creyente concreta ante la muerte también concreta de su hermano.
Desde ahí, tiene sentido su posición crítica ante el documento a que se refiere, y que desconozco.
Pero por sus afirmaciones y posicionamientos se ve no tiene mucha idea de las mil cosas raras que ocurren en un sinfín de funerales en nuestras parroquias.
Por citar dos ejemplos, que ningún cura de parroquia los precisa:
1) Muchas predicaciones, incluso de jerarcas, se convierten inauténtico panegírico, desviado de lo central que el propio García Roca reclama.
2) Yo he acudido atónito, en un funeral presidido por mí, a una intervención espontánea, dela que no tenía noticia se iba a producir; pero, al ver acercarse a un ex-sacerdote amigo del difunto quien, por exaltar la vida finiquitada de su amigo no ele ocurrió otra forma mejor que otros hubieran estado mejor muertos.
Quizás soy imprudente al opinar a cuenta de un documento que desconozco. Pero...
Txelis