Autor: Jesús Martínez Gordo
El Diario Vasco (12.XI.2020)
Pere Casaldáliga, el
obispo catalán de São Félix do
Araguaia (Estado de Mato Grosso, en la Amazonía brasileña) y fallecido el pasado
mes de agosto, solía recordar que la “libertad con hambre es como una flor
sobre un cadáver”. Parafraseándolo, me atrevo a sintetizar lo que, a mi
entender, resulta más destacable del debate surgido a raíz de la decapitación
del profesor Samuel Paty en Paris, del asesinato de tres personas en la
catedral de Niza, así como de los atentados de Viena (Austria): reivindicar el
derecho a la libertad de expresión olvidando el deber de la fraternidad,
también se asemeja a poner una flor sobre un cadáver.
Es lo que creo que ha querido decir —aunque de forma poco matizada— el arzobispo de Toulouse cuando ha declarado que “la libertad de expresión tiene límites” y que no es de recibo “burlarse de las religiones”. Procediendo de esa manera, ha continuado, ya vemos los resultados. Con las caricaturas sobre Mahoma se ha echado “gasolina al fuego”. Por su parte, el obispo de Niza ha manifestado: “¡yo no soy Charlie (en referencia al movimiento de solidaridad con el semanario satírico masacrado por los terroristas en enero de 2015), yo soy André Marceu! Tenemos que ser nosotros mismos, con nuestras convicciones. Estas caricaturas no son un problema mío. Por supuesto, la libertad de expresión es sagrada en Francia, pero cada uno es responsable de cómo la emplea. Existen identidades de las que uno no se puede burlar a la ligera”. Y así, se ha reabierto el debate sobre la libertad de expresión y su articulación con la fraternidad. Pero no solo en Francia. Señalo dos aportaciones que me parecen particularmente interesantes, además de sensatas.
Según Marco
Politi, cronista durante años del periódico italiano “la Repubblica”, todos
estamos a favor de la libertad de expresión y contra el fundamentalismo y el
terrorismo islamista. Y, adentrándose en el nudo gordiano del debate, señala
que el supuesto derecho a la blasfemia es comprensible en la tutela ilimitada de la libertad de
palabra y de prensa recogida en la primera enmienda a la Constitución de los EE.
UU. A su luz, todo puede ser dialécticamente atacado, criticado y satirizado.
No existen santuarios ni políticos ni étnicos ni religiosos ni institucionales.
Pero, en conformidad con la tradición cultural occidental, también existe el
derecho inalienable a someter todo a un análisis crítico. Así pues, tampoco hay
viñeta, articulo, libro, video o página web que pueda escapar a este derecho.
Y aplicándolo, indica
que nadie duda de que el “Mein Kampf” de Hitler fuera un producto de la libre
(y mala) expresión de un individuo. Como tampoco se duda de que lo sean las publicaciones
supremacistas, propias de la mentalidad racista en los EE. UU. o las viñetas
antisemitas. Si tales expresiones de la libertad se pueden someter al juicio
crítico, entonces también las ilustraciones que muestran a Mahoma desnudo a
cuatro patas con una estrella amarilla en el trasero. Y ejercitando tal derecho
sostengo que dicha viñeta no tiene nada que ver con la denuncia y la lucha
contra el terrorismo; es, simplemente, burlesca y humillante y alimenta el
desprecio y el odio hacia aquella parte del mundo que —en conformidad con un
derecho igualmente inalienable— profesa dicha creencia y no tiene nada que ver
con el terrorismo. En definitiva, se trata de un innoble mensaje de incitación
al desprecio y al odio, además de ciego ya que en la lucha contra el fanatismo terrorista
el imperativo es unir a la comunidad, no romperla.
Por otro lado, el
salesiano Jean-Marie Petitclerc, coordinador de la Red Social Don Bosco (RBAS),
ha señalado que, en Francia, de hecho, la libertad de expresión tiene sus
límites ya que no todo se puede decir, dibujar y escribir. Por ejemplo, no se
pueden pintar cruces gamadas en las tumbas ni insultar a los padres y profesores.
Pero hay más. Tal derecho se encuentra vinculado con el deber de la fraternidad
y ésta se expresa respetando a cada uno en sus convicciones, sea creyente o no,
y, por tanto, evitando el desprecio y la burla. La caricatura es un arte que, explicitando
posibles prejuicios y presupuestos, invita a reflexionar sonriendo, no
insultando. Cuando sucede esto último, nos encontramos con una vulgaridad que
distorsiona la convivencia. Es lo que pasa con las caricaturas de Charlie Hebdo.
La laicidad francesa, prosigue, es de concordia entre todos los ciudadanos,
sean cuales sean sus convicciones, religiosas o ateas. Pero no podemos ignorar
la existencia de un laicismo que, porque pretende erradicar y demonizar toda convicción
y pertenencia religiosa, entiende que lo suyo es el combate, constituyéndose en
una ideología antirreligiosa. Nuestra laicidad, concluye, es de concordia; no de
fractura y división.
Me reafirmo, a la luz de estas dos aportaciones, en que la libertad de expresión no articulada con el deber de la fraternidad es una flor sobre un cadáver. Y, la verdad, no me gustan nada las honras fúnebres, aunque —por respeto a la convivencia fraterna— me vea obligado a participar en ellas.
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