jueves, 30 de julio de 2020

Joseph Moingt, un teólogo con pies comunitarios


Jesús Martínez Gordo



        El 28 de julio de 2020 ha fallecido Joseph Moingt, a los 104 años, un jesuita dedicado a la comprensión de la fe en un mundo progresivamente alejado de la misma. Pero también interesado en una Iglesia que, urgida a escuchar y discernir los latidos de dicho mundo, percibía desmedida y crecientemente alejada del mismo en una buena parte de sus responsables institucionales, aunque muy atenta a confrontarse con algunos de sus muchos retos entre otra parte notable de los bautizados. Sus aportaciones más relevantes han estado presididas por esta doble inquietud; incluido el último libro, publicado a los 103 años, “El Espíritu del cristianismo”, y escrito en primera persona y con una libertad envidiable.

        Tuve la suerte de encontrarme con él en diferentes ocasiones en la residencia que, en las décadas finales del pasado siglo, tenían los jesuitas en la calle Monsieur (París). En una de estas visitas hablamos largo y tendido sobre una conferencia que, impartida por él en Suiza, fue recogida por Jean Bernard Lang y publicada como un resumen en la revista “Choisir” el año 1994. Probablemente se desconozca que no la pudo publicar, tal y como la había escrito, porque el obispo de la diócesis entendió que, lo entonces argumentado y propuesto por J. Moingt, no era de recibo, ni teológica ni pastoralmente. A partir de aquella intervención se le cerraron las puertas de aquella diócesis y de otras.

“El desembarco teológico de Normandía”

        Joseph Moingt se adentró en una urgencia que, también compartida por su amigo Bernard Sesboüé, se encuentra en el origen de la famosa declaración Interdicasterial de 1997 dedicada a “la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes” que, en alguna ocasión, me he permitido denominar como “el desembarco teológico de Normandía”, al haber sido firmada por nada menos que ocho organismos vaticanos: la Congregación para el Clero; el Pontificio Consejo para los laicos; la Congregación para la Doctrina de la Fe; la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos; la Congregación para los Obispos; la Congregación para la Evangelización de los Pueblos; la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica y el Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos. ¡Casi nada!

        Si no me equivoco, creo que fue la primera vez -por supuesto, en el postconcilio- en la que se produjo un “desembarco” teológico y pastoral de tanto calado. Y también entiendo que semejante posicionamiento —indudablemente cargado de una enorme autoridad magisterial, aunque falible, no se olvide— no ha logrado acallar el problema que, J. Moingt entre otros, trató en aquella ocasión. Lo hemos podido ver, más recientemente, en la celebración del Sínodo sobre la Amazonía y lo estamos constatando en las reacciones (críticamente contundentes, por parte de la gran mayoría del episcopado alemán) que está provocando el reciente documento de la Congregación para el Clero sobre las parroquias (Instrucción pastoral, “La conversión pastoral de la comunidad al servicio de la misión evangelizadora de la Iglesia”).

        Creo que el mejor recordatorio que puedo ofrecer de este singular teólogo es recoger lo entonces sostenido y publicado a partir de las notas tomadas por Jean Bernard Lang, uno de los oyentes, y que el mismo Joseph Moingt me aseguró que recogía lo fundamental de lo propuesto y argumentado por él en aquella intervención, a medias “silenciada” …

        Según me confirmó, fue invitado a hablar sobre el espectacular desarrollo que estaban experimentando los ministerios laicales después de la Carta Apostólica “Ministeria quaedam” de Pablo VI (1972), así como sobre la incidencia que estaban teniendo en la concepción y en la praxis del ministerio ordenado. Tuvo un particular interés en subrayar que, si bien era cierto que, por aquellos años, se estaba asistiendo al retorno de una nueva religiosidad (que caracterizó como difusa y comunitaria), no lo era menos que dicho retorno estaba presentando unas características que no se podían descuidar y que habían de tenerse muy presentes.

Religiosidad difusa y comunitaria

        La actual crisis religiosa —sostuvo— tiene hondas raíces culturales y la Iglesia no parece contar con la actitud requerida para afrontarla debidamente. Es innegable que asistimos a un retorno difuso y ambiguo de lo religioso, pero también lo es que semejante vuelta no está aconteciendo en la forma que se podría esperar ya que no refuerza, para nada, a las grandes instituciones religiosas. Se está tratando de un retorno en el que queda aparcada la estructura jerárquica de las grandes religiones en favor de formas más comunitarias, más autónomas y corresponsables y, por ello, más democráticas. La respuesta de la Iglesia institucional, en vez de leer de manera inteligente este signo de los tiempos, se limita a desautorizar y marginar la teología del pueblo de Dios, así como a recuperar una concepción autoritaria y marcadamente personalista del ministerio ordenado; y, por supuesto, del papado.

        Y, sin embargo, pronosticó J. Moingt, la solución a la crisis presbiteral —que se muestra todavía con más crudeza en medio de este retorno difuso de la religión y de la explosión ministerial que lo acompaña— no hay que esperarla del “revival preconciliar” activado por Juan Pablo II y la curia vaticana, sino de un nuevo y más equilibrado reparto de las tareas que corresponden a la comunidad y al sacerdote.

        En este reparto, continuó, es claro que la responsabilidad y misión de la comunidad no pasa únicamente por el cumplimiento de sus deberes cultuales, sino, sobre todo, por superar el infantilismo y la sumisión a las que ha estado sometida durante siglos.

        Semejante tarea lleva a evaluar críticamente la consistencia teológica y pastoral de tres estrategias que, ante la crisis actual de efectivos ministeriales y la imposibilidad de participar en la eucaristía dominical, se vienen desplegando desde la segunda mitad del pontificado de Pablo VI.

        Entiendo, sostuvo, que tales estrategias han de ser evaluadas superando la eclesiología verticalista que se viene promoviendo en favor de otra inductiva. Esta última pasa por tomarse en serio que el sacerdocio común no es una palabra vana o un brindis al sol.

La solución clericalista

        La primera de ellas, indicó seguidamente, prima reorganizar las comunidades en función del decreciente número de sacerdotes disponibles. En esta estrategia se recolocan a los presbíteros en los principales centros urbanos invitando a los fieles a que se acerquen a ellos para satisfacer sus demandas religiosas. Esta es la solución que más agrada a la jerarquía porque no toca para nada la estructura jerárquica de la Iglesia.

        En realidad —criticó J. Moingt— es una falsa solución porque parte de que la vida cristiana gravita en torno al ministerio presbiteral. Sin embargo, no es de recibo —apuntó— que los fieles tengan que acomodarse a la escasez de sacerdotes.

        Las pistas que hay que abrir pasan, más bien, por tomarse en serio que los sacramentos han sido instituidos para el bien de los fieles (por lo tanto, la Iglesia les reconoce el derecho a recurrir a ellos, incluso aunque no haya sacerdotes) y, a la vez, por aceptar que Cristo ha vinculado el don de los sacramentos al ministerio ordenado (en cuyo caso hay que encontrar los modos y maneras para que los fieles puedan disponer de sus servicios sin tener que atarse única y exclusivamente al modelo, hasta ahora existente).

Comunidades sin sacerdotes

        La segunda estrategia posible pasa —continuó— por aceptar comunidades sin sacerdotes. Esta alternativa no es de recibo porque supondría reconstruir la Iglesia sobre bases que no tienen en cuenta ni su tradición ni su principio de autoridad, es decir, de unidad. No es viable ni teológica ni pastoralmente.

Ministros de la comunidad

        La tercera posibilidad, señaló, se decanta a favor de que los sacerdotes puedan casarse y las mujeres ser ordenadas. Hasta ahora, la Iglesia rechaza tales vías como contrarias a una larga tradición desconociendo lo que decía Tertuliano: “Cristo no es llamado costumbre, sino verdad”. No hay, apuntó J. Moingt, razón teológica seria que se pueda oponer a que las mujeres sean ordenadas. Las que se aducen no pasan de ser folclóricas. Y, sin embargo —criticó— las propuestas que se ofrecen en esta tercera estrategia tampoco solucionan el problema de fondo porque parten de la hipótesis incontestada de que el pueblo cristiano no podría vivir de otra manera que siendo atendido por una clerecía. Éste es el supuesto que hay que analizar.

        A diferencia de estas estrategias, sostuvo seguidamente, entiendo que hay que remar a favor de instaurar “el ministro de la comunidad”.

        Su papel sería diferente al del sacerdote “clásico”, puesto que no procedería del exterior de la comunidad. Sería, más bien, elegido por ella y estaría consagrado a su servicio. No quedaría investido del poder universal, perpetuo y absoluto, que caracteriza al presbítero actual, sino que estaría ordenado únicamente para celebrar la eucaristía de esa comunidad, anunciar el evangelio y ser responsable de ella y de sólo ella. Es más, seguiría siendo miembro de ella y no abandonaría su estatus secular.

        Evidentemente, no estaría sujeto al celibato y sería un ministerio desempeñado tanto por padres como por madres de familia, viudos, viudas o célibes (sin obligación de permanecer como tales). Lo normal sería que desempeñaran su profesión civil y que su servicio eclesial fuera por un tiempo determinado, es decir, serían ordenados a título temporal.

        Es cierto que esta provisionalidad entra en conflicto con el carácter indeleble del ministerio del orden, pero no se puede desconocer que ya en la edad media se diferenció —cierto que por otras razones— entre el poder de orden y el de jurisdicción. Con esta distinción se reivindicó que era posible seguir siendo sacerdote sin recibir el poder de ejercer el ministerio en un lugar concreto o pasado un determinado tiempo. Esta distinción limitaba, por ejemplo, el poder de confesar en una sola diócesis o a unas determinadas personas.

        Pues bien, apoyados en esta práctica y en esta distinción, sería posible reconocer que estos ministros de la comunidad fueran ordenados indeleblemente, pero que el ministerio confiado lo fuera por un tiempo determinado y restringido a una zona geográfica concreta.

De esta manera, y gracias a tales ministerios, las comunidades dejarían de estar privadas de la eucaristía, de la palabra y de su animación.

La consistencia de la propuesta

        Evidentemente, prosiguió, con esta propuesta intento articular los dos datos en juego (el equilibrio entre “algunos” – “todos” o entre “cuerpo de Cristo” – “pueblo de Dios”) desde una particular sensibilidad a las demandas que brotan de la comunidad cristiana en nuestros días, pero sin negar o minimizar el carácter constituyente del ministerio ordenado ni su indelebilidad.

        Es cierto que para la teología protestante no hay diferencia “ontológica” entre el pastor y el creyente bautizado ya que los dos forman parte del pueblo de Dios; y lo forman de la misma manera, aunque sus funciones no sean idénticas. Tal es el sentido de la doctrina luterana sobre el sacerdocio universal de todos los creyentes: el pueblo de Dios en su conjunto (y, en este sentido, cada cristiano) es el depositario del “sacerdocio real”: “todos los cristianos —sostenía el reformador— son iguales”; “todos nosotros somos laicos, incluidos los sacerdotes” y “todos nosotros somos sacerdotes, comprendidos los laicos”. Por ello, todos tenemos el mismo poder ante la Palabra y ante los sacramentos. Y, por ello, a nadie se le permite hacer uso de este poder sin el consentimiento de la comunidad. Consecuentemente, el culto tiene lugar no porque haya sacerdotes ordenados, sino porque existe una comunidad reunida que reza y se alimenta de la Palabra.

        Sin embargo, para la teología católica el poder del ministerio viene “de lo alto” por el sacramento del orden y no —como así sucede en el luteranismo— gracias al reconocimiento comunitario de un don y de una vocación particular. Este es un punto —indicó J. Moingt— que conviene tener particularmente presente, si queremos ahorrarnos muchos problemas domésticos y, a la vez, abrir nuevas posibilidades y modalidades ministeriales; entre ellas, la de los “ministros de la comunidad”.

El futuro de su aportación

        Estos últimos años he tenido noticias de él, por terceras personas; y también de sus inquietudes; ninguna referida a esta propuesta que acabo de reseñar.

        Supongo que, vistas sus últimas preferencias teológicas, tendría casi olvidada esta aportación y los dolores de cabeza que le provocó en su dia; aunque, conociendo el interés con que seguía los acontecimientos seculares y eclesiales, no creo que sea una aventura pensar que, tanto el Sínodo de la Amazonía como el camino sinodal emprendido por los alemanes, han sido motivo de alguna que otra sonrisa…. Y no creo que sea disparatado pensar que hayan sido de complacencia en más de una ocasión.



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