Alberto Maggi
La
emergencia causada por el virus mortal, que se propaga e infecta por todas
partes y a cualquier persona en todo el mundo, genera una situación tan nueva
que nunca se había experimentado; ni en los casos de terremotos o de conflictos.
En la guerra es posible salvarse huyendo, bajando a los refugios, pero con el
virus esto no es posible, no hay rutas de escape, y la única defensa es evitar
que se propague, a través de la restricción de comportamientos normales,
evitando en la medida de lo posible cualquier contacto entre
individuos.
Si
durante la guerra la gente encontró consuelo yendo a orar en la iglesia, ahora
con el virus no se puede; las iglesias permanecen cerradas porque, de lo
contrario, se convierten en lugares privilegiados de contagio. La fe no
sustituye las medidas normales de higiene, pero las supone. Es bueno orar
al Señor para que nos ayude a superar el momento, pero, por eso, no tenemos
derecho a ponernos en situaciones peligrosas ("No tentarás al Señor tu
Dios", Mt 4,4; Dt 6.16).
El cierre
de las iglesias causa desorientación entre los fieles, ante una situación sin
precedentes. Se sienten perdidos, desorientados, carecen de un importante punto
de referencia, porque con tal cierre ni siquiera existe la oportunidad de
participar en la celebración eucarística.
Pero
los Evangelios y la tradición enseñan que la iglesia no es el único lugar para
encontrarse con Dios, y no es sólo la celebración eucarística la que puede
alimentar al
creyente. En la Eucaristía, Jesús, el Hijo de Dios, se hace pan,
para que quienes lo coman y asimilen, también sean capaces de hacerse pan,
alimento, factor de vida para los demás, y así tener su propia condición
divina. Este pan debe ser comido, como Jesús pidió expresamente: "tomad y comed"
(Mt 26.26). La suya, es una invitación dinámica ("Haced esto...", Lc
22.19), no estática.
Publicado en www.ilibraio.it 14.03.2020
Por ello, durante la cena eucarística, los
primeros creyentes continuaron haciendo lo que el Señor había hecho, comiendo juntos
este pan y convirtiéndose en alimento el uno para el otro, permitiendo así la
fusión íntima de la presencia de Dios en sus hijos. Luego, el pan consagrado
fue llevado a los enfermos que no habían podido asistir a la cena (en la
hagiografía cristiana se hizo muy popular San Tarsicio, el joven mártir que
murió porque llevó el pan eucarístico a los prisioneros). Este pan consagrado
para enfermos y prisioneros se conservó en la sacristía (que de este uso toma
su nombre), donde los subdiáconos iban a recogerlo para llevárselo a quienes lo
necesitaban.
Luego,
poco a poco, de las sacristías, el pan eucarístico se trasladó a la iglesia,
donde para evitar el abuso, el IV Concilio Lateranense (1215) prescribió
mantenerlo bajo llave, consolidando la práctica de los "tabernáculos"
(residencias) de mampostería; sin embargo, en las basílicas más antiguas al
tabernáculo se reservó uno de los altares laterales y no el principal, como se
hizo en los siglos siguientes, hasta que se convirtió en la parte más
importante y sagrada de la iglesia.
Nacieron
devociones populares, como la adoración eucarística y la "visita al Santísimo",
una invitación recomendada para los laicos, pero impuesta en seminarios, donde
los futuros sacerdotes estaban obligados a ir diariamente para acompañar al
"Prisionero Divino", esto es, a aquel Jesús que "por el bien del
hombre desagradecido, se hizo prisionero en el Sacramento Divino", como se
decía en una oración devota. Así pues, fue a causa de la Eucaristía reservada en
el tabernáculo, por lo que la iglesia fue considerada erróneamente la
"casa de Dios". Pero la iglesia no es la "casa de Dios", un
lugar sagrado, sino el lugar del pueblo de Dios, que se reúne allí para las
celebraciones, como enseña la tradición más antigua de la Iglesia: "No es
el lugar lo que santifica al hombre, sino el hombre al lugar"
(Constituciones apostólicas , VIII, 34.8), y el Papa Sixto (V siglo), dedicó la
Basílica de Santa María la Mayor al pueblo de Dios, como se puede leer en el
mosaico del arco triunfal del ábside "Xystus episcopus plebi Dei" (Sixto
obispo al pueblo de Dios).
Jesús
ha liberado al hombre de todo espacio sagrado, no hay otra casa de Dios que el
hombre, por esta razón llamó a la desaparición de todos los santuarios
("Llega el momento en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al
Padre... Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y
verdad", Jn 4.21.23), y el autor del Apocalipsis, al describir la nueva
realidad inaugurada por Jesús proclama: "No vi Santuario alguno en ella
porque el Señor, el Dios Todopoderoso, y el Cordero es su Santuario" (Ap.
21, 22). El lugar del encuentro con Dios es Jesucristo y con él todo hombre que
lo acoge: "Si uno me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y
nosotros iremos a él y nos ocuparemos de él" (Jn. 14, 23). El hombre es el
único santuario verdadero desde el cual el amor del Padre por sus criaturas se
manifiesta e irradia. Esta es la fe del creyente. "¿No sabes que eres un
templo de Dios y que el Espíritu de Dios vive en ti?" (1 Co 3.16) escribe
Pablo, tan convencido de esta realidad que afirma "Cristo vive en mí"
(Ga 2, 20).
Por
esta razón, la presencia de Cristo no se limita a la iglesia, al santo
sacramento. El encuentro con Dios no está condicionado por lugares o
celebraciones, sino que es real y auténtico cada vez que su amor se comunica y
enriquece la vida de los demás. Corresponde al hombre percatarse, en su vida,
de la presencia divina que continuamente guía, acompaña y sigue su existencia,
como lo reconoce el asombrado Jacob cuando exclama: "Por supuesto, el
Señor está en este lugar y yo no lo sabía" (Gn 28, 16).
Publicado en www.ilibraio.it 14.03.2020
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