Jesús Martínez
Gordo (Teólogo)
El Diario Vasco,
6 de octubre 2019
¿Marxista? Sí. Pero no porque se someta a
los dictados de Carlos Marx, sino porque, presidida su Conferencia Episcopal
por el cardenal Reinhard Marx, entiende que ha llegado la hora de reformarse a
fondo. La crisis de credibilidad que padece es de un enorme calado: por los
abusos a menores y su encubrimiento; por la manera autocrática como se ejerce el
poder, algo cada día más insoportable en una cultura democrática; por el
arrinconamiento de la mujer y por el mantenimiento de una moral sexual en las
antípodas de la que asume la inmensa mayoría de los católicos. La consecuencia
de todo ello es una espectacular pérdida de fieles. Y la convicción de que urge
una reforma radical. Por eso, ha puesto en marcha, contra viento y marea, un
“proceso sinodal vinculante” que, a partir del próximo diciembre y durante dos
años, diagnosticará y propondrá al Papa, con toda libertad, lo que estime
oportuno sobre cuatro problemas: el “poder, la participación y la división de
poderes en la Iglesia”; “la moral sexual”; “la forma de vida sacerdotal” y el papel
de las “mujeres en el servicio y en el ministerio en la Iglesia”.
Es una iniciativa que no solo ha
levantado ampollas en los sectores involucionistas, sino también en los
espacios de confort en los que se ha venido moviendo hasta el presente una
curia vaticana que, diseñada más en referencia a un modelo de gobierno monárquico
y absolutista que evangélico y corresponsable, ha reaccionado de la única
manera que sabe: reclamando su exclusiva competencia sobre los asuntos que se
van a abordar y denunciando el procedimiento que se piensa activar. Pero de ahí
también la respuesta de los alemanes: “ninguna profundización teológica hace
daño a nadie, especialmente a la Iglesia” (Mons. Genn). Y si, como consecuencia
de dicha profundización, hay que cambiar las leyes; se cambian. Todo un ejemplo
de arrojo evangélico que se echa muy de menos en otros espacios más cercanos en
los que el involucionismo, el nepotismo, el carrerismo y la mediocridad campan
por sus fueros.
Como es conocido, el papa Bergoglio está
empeñado en la reforma de la Iglesia. Pero no puede hacerla solo. Necesita ser acompañado,
tal y como se ha visto con la modesta revolución que ensayó, en el ámbito de la
moral sexual (sínodos de 2014 y 2015), y que, continuada en el de la Amazonía
(octubre 2019), ha abierto las puertas al alemán y también, entre otros, al suizo
y al posible Congreso de la Iglesia italiana. ¿La española? A verlas venir.
Probablemente porque mira más a la curia vaticana (y a sus entresijos) que a
quien la preside esperando que las aguas vuelvan a su cauce, es decir, a la
mediocridad reseñada. Ya se ensayó algo parecido con la Asamblea Conjunta de
obispos y sacerdotes (1971) y con la Asamblea diocesana en Bilbao (1984-1987) y
mira, apuntan algunos, los nombramientos episcopales que les han llovido desde
entonces a las iglesias del País Vasco.
Visto el fórceps legislativo que la
curia vaticana aplicó a la Iglesia holandesa en el postconcilio y su casi
desaparición en la actualidad, no sorprende que los alemanes miren hacia
adelante y expongan algunos puntos sobre los que van a pedir cambios doctrinales
y legislativos. En un mundo como el nuestro, indican, “el poder debe ser
compartido y su ejercicio justificado”. Ello quiere decir, por ejemplo, que todos
los bautizados han de participar no solo en la financiación de la Iglesia, sino
también en la elección de quiénes les van a presidir, sobre el modo como han de
gobernar, el tiempo que va a durar y el control de su gestión. Y, a la vez, han
abierto el debate entre una mayoría, partidaria del principio de “autodeterminación
sexual”, y una minoría que, no queriendo cambio alguno, busca propiciar una explicación
y comunicación más plausibles. No faltan tampoco las cuestiones del celibato
opcional y del sacerdocio de las mujeres, un asunto, este último, en el que se
juega la credibilidad de las reformas que se quieren activar: la Iglesia, se
recuerda, no puede proclamar de manera creíble el Evangelio excluyendo a la
“mitad de la humanidad” y atentando contra la igualdad entre el hombre y la
mujer que se funda en la teología de la creación.
La reacción sinodal de esta Iglesia “marxista”
hay que comprenderla en el marco de una larga tradición postconciliar que Juan
Pablo II abortó cuando los obispos estadounidenses trataron, consultando a las
bases católicas, los problemas de la disuasión nuclear (1983), la justicia
económica (1986) y el sacerdocio de la mujer (1992). A partir de entonces, la
Santa Sede se reservó en exclusiva la capacidad magisterial sobre estas y otras
materias, imposibilitando su tratamiento por las Conferencias Episcopales. Los
alemanes se han cansado de este inaceptable corsé. Al Papa Francisco le corresponde
discernir lo que puede ratificar como aceptable y lo que está necesitado de un
mayor consenso eclesial. Y también, colocar al frente de la curia vaticana a personas
que comulguen con este modo corresponsable y policéntrico de gobernar. La
verdad es que no le falta trabajo.
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