Jesús Martínez
Gordo
Estas
últimas semanas me ha venido a la memoria, en repetidas ocasiones, don Serapio,
el cura de “Patria”. Me vino cuando tuve conocimiento de que se estaba rodando
la novela de F. Aramburu en el corazón de la Parte Vieja donostiarra a finales
del pasado mes de abril y cuando F. Viscarret, el director de los cuatro
primeros capítulos, declaró que la novela “hablaba con humanidad de la
situación, sin dejar, por ello, de ver las contradicciones, el humor o las partes
menos ejemplares”. Recordé cómo, cuando la leí, me pareció que lo más logrado
era que todos los personajes tenían un contrapunto crítico o, por lo menos, un “pepito
grillo” interior que les invitaba a ver las cosas de otra manera o, mejor
dicho, desde el otro lado. Todos, excepto don Serapio...
Cuando
entraba en escena este cura, ladino y desalmado como nadie, lo hacía en soledad,
sin
contrapunto alguno. Ya entonces, eché en falta a alguien que, como Anton,
asumiera el papel de “pepito grillo” y representara a una Iglesia callada e ignorada.
Me lo tuve que inventar en defensa de la ecuanimidad que, constatable en los
restantes personajes de la novela, su autor había “olvidado” poner al lado de
don Serapio. Anton era el ausente que podía haberle contrapunteado cuando, por
ejemplo, se negó, ya durante la democracia, a dejar la Iglesia como lugar de
reunión para asambleas “pro-amnistía” porque hacerlo chirriaba con las
enseñanzas del Nazareno. O cuando invitaba a concentrarse, siempre que había un
atentado, con Gesto por la Paz en la plaza del pueblo o cuando repartió y llevó
el famoso lazo azul. E, incluso, cuando le amenazaron telefónicamente, le pintaron
dianas en la parroquia y llegaron a sabotearle alguna misa por llamar a la
movilización en contra de la violencia y en favor de la paz.
Don
Serapio había leído, como Anton, la declaración en la que ETA reconocía haber infringido
“daño”, manifestaba su “respeto” por los muertos y heridos causados por sus
“acciones” y pedía “perdón” a las víctimas que, ajenas al conflicto, había provocado.
Cambiaba el escenario, se dijo este cura de novela: pasábamos de la violencia a
la política. Algo era algo. Mejor dicho, era mucho y bueno. Por eso, no dio
ninguna importancia a lo que, por aquellos días, manifestaron los actuales
obispos de San Sebastián, Bilbao y Vitoria, junto con los de Pamplona y Bayona:
en el seno de la Iglesia católica se habían dado “complicidades, ambigüedades y
omisiones”. Le pareció que lo decían más mirando al tendido de lo políticamente
correcto que recogiendo con rigor lo realmente acontecido. Por eso, no creyó
que fuera una voz digna de ser tenida en cuenta, aunque resultara tan
inusualmente coral
En cambio,
Anton sí se sintió concernido por el libro, recientemente publicado por P.
Ontoso: “Con la Biblia y la Parabellum. Cuando la Iglesia vasca ponía una vela
a Dios y otra al diablo”. La verdad es que tuvo la sensación, al leerlo “en
diagonal”, de que en el título y en el subtítulo había más de exabrupto editorial
y mediático que de rigor histórico. Sin embargo, su contenido le pareció más matizado,
aunque, comentándolo, con quienes lo habían leído con más detenimiento, le
indicaran que había algunas imprecisiones y errores de bulto. Pero, en todo
caso, le encantó oír decir a su autor que la Iglesia vasca no era “uniforme” o
que eran “injustos” quienes la acusaban “de haber sido cobarde”. Cuando acabó
de ojearlo, reconoció haber sido lejano a las víctimas, sobre todo, en los
primeros años de la democracia, pero le molestaba que algunos partidarios del
relato que se ofrecía en el libro le acusaran de “idolatrizar” (¡menuda
palabra!) la nación vasca, su cultura, su lengua y sus instituciones. Él se
sentía nacionalista vasco, de la misma manera que otros se sentían españoles, franceses
o bielorrusos; pero no a cualquier precio. Por eso, no le cabía en la cabeza que
se repartieran excomuniones a troche y moche o que sólo su nacionalismo fuera
“idolátrico”. Como tampoco aceptaba que se le acusara de “no haber defendido la
legalidad vigente” por ser partidario (también en la actualidad) de un cambio
constitucional en el que fuera posible, por ejemplo, un Estado confederal o
federal. Si la soberanía residía en el pueblo, se dijo, tendría que ir de
“abajo a arriba” y no de “arriba a abajo” como lo venía siendo desde 1978. Contaba
con la amistad de compañeros internacionalistas que le criticaban por entender
que el nacionalismo era insolidario, pero a quienes también él acusaba por no dar
con una propuesta equilibrada en la que su legítima reivindicación de la solidaridad
no degenerara —como así creía percibir— en autoritarismo. En definitiva, que, ojeando
el libro, se sintió concernido, pero no creyó encontrar datos o argumentos nuevos
para cambiar o modular su opinión.
A don Serapio
le seguían importando bien poco estas consideraciones. Lo suyo era la independencia,
sin más historias. Anton no lograba captar el interés de su colega. Pero no solo
el suyo; tampoco el del autor de la novela.
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