Desde hace algunos años y por diversos motivos que convendría
esclarecer, se manifiestan en muchos de los curas de nuestra diócesis, una
actitudes pastorales que se distancian notablemente de aquellas en las que
otros fuimos formados y que han guiado y sostenido nuestra espiritualidad como
presbíteros seculares. Fueron y son actitudes que se corresponden no sólo con
los retos pastorales a los que tuvimos que responder sino, también y sobre
todo, a las claves doctrinales y pastorales que el Concilio Vaticano II proclamó.
Este Concilio fue el que inspiró nuestro ministerio en las parroquias y en los
diferentes servicios a los que fuimos enviados. De manera deficiente, sin duda,
y con aciertos y errores intentamos transparentar con nuestra actuación la
“caridad pastoral” que se nos proponía como fuente de nuestra espiritualidad,
presidiendo, en nombre de Jesucristo, a la comunidad cristiana por él
convocada.
Me ha parecido oportuno recoger en este escrito algunos de los
rasgos más significativos de esa espiritualidad que nos ha configurado. Lo
escribí y lo comuniqué hace ya algunos años pero me ha parecido que puede
seguir teniendo actualidad, al menos, como referencia y contraste con lo que
estamos contemplando no sin preocupación.
Más laicos que clérigos
Con el Concilio se dio un cambio de claves para interpretar las relaciones en la Iglesia; ahora se establecen no entre clero y laicos sino entre comunidad y ministerios y esto ha hecho que los presbíteros nos veamos más identificados con los demás miembros de la comunidad.
Algunos de los rasgos que eran diferenciadores de nuestro
ministerio se han diluido y otros se han desplazado porque el espacio reservado
al clero es ahora compartido por miembros de la comunidad. En la práctica de
nuestra diócesis esta relación se ha intensificado y ya casi no queda actividad
ni servicio reservado en exclusiva para los clérigos. Ya no podemos trabajar
solos en la parroquia ni podemos sentirnos los elegidos ni los únicos
vocacionados. No nos llaman padre, no nos besan la mano ni somos consultados
porque ahora cualquiera puede estudiar teología y sacar una licenciatura y lo
que antes sólo se conseguía con la imposición de las manos ahora resulta que lo
teníamos desde el bautismo que nos hace a todos sacerdotes, profetas y reyes.
Esto que parece de broma, tiene consecuencias para una
espiritualidad presbiteral que se alimentaba desde las exigencias que provenían
de una situación de privilegio y de unas tareas exclusivas que se consideraban
imprescindibles. El carácter de consagrado nos exigía una santidad que no se
podía pedir al resto de los cristianos porque ellos eran la “tropa” y nosotros
los “oficiales”.