(Jesús Martínez Gordo, en R.D.: 11/07/17)
Un buen amigo me comunica lo que considera
la noticia más importante del último encuentro del Papa con el grupo de nueve
cardenales que, celebrada a mediados del pasado mes de junio, le viene
asesorando en el proyecto de reforma con el que está comprometido. Según la
nota facilitada por Greg Burke, portavoz de la Santa Sede, Francisco quiere
hacer una "consulta más amplia" a los laicos, religiosos y religiosas
sobre los candidatos propuestos para ser nombrados obispos.
A la espera de lo que pueda dar de sí
jurídicamente, su concreción va a marcar la reforma, todavía pendiente, de la
administración vaticana, así como la ansiada renovación de la Iglesia católica.
Si por "consulta más amplia" se entiende el incremento del número de
personas a las que solicitar su parecer, sin tocar para nada el procedimiento,
entonces no ha de extrañar que nos encontremos con quienes concluyan, cargados
de razones, que para semejante viaje no hacen falta tantas alforjas. En cambio,
si lo que se pretende es mejorar el procedimiento, entonces no quedará más
remedio que elegir y nombrar obispos de manera inequívocamente transparente y
corresponsable o sinodal.
En efecto, sería deseable que en la
reforma pendiente se procediera de manera transparente, habida cuenta de que
semejante virtud actualmente no existe, por obra y gracia del llamado
"secreto pontificio". Y que se tradujera jurídicamente la tan
socorrida corresponsabilidad para que deje de ser un buen deseo, al albur de la
voluntad del responsable de turno, y pase a convertirse en un procedimiento
normalizado de sinodalidad: por ejemplo, Francisco podría aprobar que los
diferentes órganos de consejo y gobierno de las diócesis concernidas presenten
una terna de posibles candidatos para que él, como sucesor de Pedro, elija uno
de entre ellos o, si se prefiere, que tales consejos diocesanos puedan elegir
uno de la terna que presente el Vaticano. Si se dieran pasos en esta dirección,
entonces nos encontraríamos ante una comprensión ciertamente relevante de lo
que es una "consulta más amplia" desde el punto de vista no solo
cuantitativo, sino también y, sobre todo, teológico.
Y lo sería, no solo porque se
incrementaría notablemente el número y la diversidad eclesial de las personas
consultadas, sino porque se recuperaría la multisecular intervención de las
iglesias locales en la elección de sus respectivos obispos; un protagonismo que
hubo de ser retirado por las injerencias y manipulaciones de los poderes
políticos y económicos. Además, se abriría una importante vía para comprobar y
mostrar, sin trampa ni cartón, qué se entiende por "comunión":
acuerdo o, mejor dicho, articulación, en este caso, entre la voluntad
mayoritaria (y mejor, si es cualificada) de los cristianos directamente concernidos
y la responsabilidad del sucesor de Pedro por garantizar la unidad en lo
fundamental, la libertad en lo opinable y siempre, y en todo momento, la
caridad.
A la luz de esta responsabilidad, el Papa
estaría facultado, por ejemplo, para rechazar una terna y solicitar la
presentación de una nueva en el caso de que ninguno de los candidatos mostrara
el perfil evangélico, inequívocamente exigible, más allá de que las mayorías
por las que vinieran avalados fueran absolutas o cualificadas. E, incluso,
estaría habilitado para "imponer", en circunstancias excepcionales, y
por fidelidad al Evangelio, un obispo, tal y como está sucediendo en la
diócesis de Ahiara (suroeste de Nigeria): los sacerdotes, mayoritariamente de
la tribu Mbaise, rechazan el nombramiento del obispo E. Okpaleke por pertenecer
a la etnia Ibo. Obviamente, es un escandaloso comportamiento cuya resolución
pasa por una intervención, directa e inapelable, de Francisco: quien no lo
acepte, ha sentenciado, queda suspendido como presbítero. Sin embargo, intuyo
que este problema podría haberse evitado o, cuando menos, reconducido de manera
menos traumática y no, por ello, menos evangélica, de haber existido la
transparencia y la corresponsabilidad en las que también puede cuajar esta
llamada "consulta más amplia" que se propone.
Las diócesis, por su parte, también
podrían rechazar, si no hay -como en el caso reseñado de la iglesia nigeriana-
argumentos evangélicos de fondo, las ternas propuestas por la curia vaticana en
el caso de que hubieran razonadas sospechas de que en su composición se dieran
trazos, por ejemplo, de nepotismo; de contraprestación por favores recibidos;
de apuntalamiento o reforzamiento de una línea teológica o pastoral percibida
como errónea por los diocesanos o, simplemente, como punitiva.
Un procedimiento de este estilo no sería
algo inusual. Es lo que sucedió, aunque fallidamente, el año 1988 cuando Juan
Pablo II propuso -en aplicación del canon 377 & 1- una terna a la diócesis
de Colonia en la que el recientemente fallecido, Mons. J. Meisner, era su
candidato indiscutible para presidir dicha iglesia local. El cabildo
catedralicio la rechazó por entender que ninguno era idóneo. Y,
particularmente, Monseñor J. Meisner.
Solicitó, por ello, la presentación de
otra terna, algo a lo que el Papa Wojtyla se negó alegando que, al haber
enviado ya una, había cumplido la ley y que no se sentía obligado a presentar
otra segunda. Nada que ver con argumentos o razones evangélicas ni con el
espíritu pactado de la misma ley. Y sí mucho que ver con la imposición de una
línea teológica y pastoral, tal y como llegará a reconocer el mismo arzobispo:
"Vds. no me quieren y yo no quería venir, por lo menos partimos de una
base común". Y tal y como se pudo comprobar muy pronto y como se ha podido
evidenciar, de nuevo, y más recientemente, al alinearse, de manera pública y
beligerante, con otros tres cardenales, en contra del actual papa por la
publicación de la Exhortación postsinodal Amoris laetitia (2016).
Una reforma de este calado en la elección
y nombramiento de obispos permitiría, además, superar no solo el modelo actual,
en el que se mueven algunos "lobbys" como peces en el agua, sino que
evitaría la subsiguiente mimetización de formas de gobierno marcada y
desmedidamente unipersonales y muy habituales en no pocas diócesis en favor de
otra corresponsable.
Basten dos ejemplos a los que se podrían
añadir muchos más. Los, hasta el presente, llamados "vicarios",
generales o territoriales, dejarían de ser "de los obispos" para
serlo "de la diócesis" al tratarse de personas también nombradas
acogiendo la voluntad mayoritaria (absoluta o cualificada) de las respectivas
iglesias y respetando la responsabilidad episcopal de presidir, normalmente de
manera sinodal, la comunidad cristiana. Y otro tanto se podría decir del rector
del seminario. En este caso, su nombramiento sería, como se ha venido haciendo
hasta no hace mucho en las diócesis del País Vasco, a partir de una terna
presentada al obispo por el Consejo del Presbiterio, a la que se podría añadir
el parecer del Consejo Pastoral Diocesano.
Envié estas líneas al amigo que me había
trasladado el comunicado del portavoz de la Santa Sede. Me respondió, no sin
sorna y con indudable afecto: interesante aportación la tuya, pero ¿no te
parece que sueñas despierto, a pesar de estar Francisco en la cátedra de Pedro
o quizá, precisamente, por ello? Es posible, le contesté a vuelta de correo,
pero sigo creyendo, y tengo la corazonada, cada vez menos ingenuamente, de que
los sueños y utopías de hoy frecuentemente acaban siendo las evidencias de
mañana y que los pragmatismos y los "vuelos rasos" de nuestros días
son los pecados (léase, falta de audacia evangélica) de pasado mañana e,
incluso, de mucho antes.
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