(Juan Mari Lechosa) En este tiempo de
restauración litúrgica que estamos viviendo en la diócesis, queriendo devolver
la liturgia a su "antiguo esplendor", recuperando el uso de
vestimentas, utensilios y ritos como si fueran necesarias para la validez del
sacramento, viene bien hacer risas con este pequeño artículo
de Dolores Aleixandre.
Nuestra liturgia
está colmada
de ritos que se han ido acumulando a lo largo de la historia. Ritos que
tuvieron su significado en su origen pero que, al cambiar la situación que los
generó, mantenerlos en la actualidad, sólo sirve para hacer de la liturgia un
espectáculo teatral desconectado de la vida presente. Lavarse, no las manos,
sino la punta de los dedos, después del ofertorio, cuando no se llevan al altar
ofrendas que las manchen; ungir con el oleo de los catecúmenos a un niño recién
nacido y ponerle un pañuelo blanco sobre su cabeza en recuerdo de la túnica con
la que se cubrían al salir del agua los que se bautizaban; recuperar la
casulla, el roquete y la capa pluvial aunque dentro de la mayoría de las
iglesias no hay goteras; volver a poner
los reclinatorios para que los fieles se arrodillen cuando suene la campanilla
avisando que "viene la consagración".
Pero hay cosas de
mayor calado que no dejan de contrariarnos como la persistencia, en el nuevo
misal romano, en pedir a Dios, una y otra vez , hasta cansarle, que nos conceda
la vida eterna después de la muerte como si fuera esa nuestra mayor necesidad y
la primera preocupación de Jesús en el evangelio o hacer problema con las
palabras de la consagración del cáliz cambiando el "todos" por
"muchos", no sea que algunos se crean ya salvados y no hagan nada
para merecerlo… son algunos ejemplos de ese afán restauracionista que se ha
cebado en nuestra liturgia.
La reforma
litúrgica del Vaticano II se quedó a medio camino y, aunque este problema de
los ritos y del lenguaje no es, a mi juicio, el que más incide para explicar el
abandono masivo de las celebraciones, no deja de ser un obstáculo para la
comprensión y la vivencia de la liturgia. Una reforma de todo ello serviría, al
menos, para que los que presidimos y participamos no nos sintamos tan ridículos
diciendo y haciendo cosas que casi nadie comprende.
Historia
reciente de un convento: a la hermana sacristana, ya anciana,
ha empezado a ayudarle una empleada joven que trabaja en la casa. Como es de
esperar, no tiene ni idea de los utensilios litúrgicos, se hace un lío con los
nombres que les da la monja y no sabe qué le está pidiendo que traiga, prepare,
ponga o guarde.
Menos
mal que es muy espabilada y ha discurrido una solución: hace una foto con el
móvil a cada utensilio o vestimenta de la sacristía y escribe, junto al nombre
“oficial”, su propia descripción para aclararse.
Algunos ejemplos: Alba: bata. Roquete: camisón con puntillas. Casulla:
abrigo. Cíngulo: cordón. Estola: corbata. Corporal: mantelito cuadrado. Purificador: pañito alargado.
Cáliz: copa. Patena: plato. Credencia: mesita. Portaviático: cajita redonda.
Incensario: braserito con cadenas para echar el humo. Acetre: cubo pequeño con
asa. Hisopo: varita con bola y agujeros.
Le
queda mucho por aprender a esta chica, y eso que ha tenido la suerte de que
estén ya en desuso (y bien que les pesa a algunos…), la dalmática, la
capa pluvial, el amito, el manípulo, el conopeo, el paño humeral…, a
más de otras vestimentas y capisayos con sus diferentes botonaduras, ribetes,
tonos y texturas.
Jesús, que iba por la vida sin túnica de repuesto, invitaba a mirar los lirios que no
necesitaban revestirse de nada. Debía fascinarle esa belleza simple que
superaba en gloria al esplendor de la corte de Salomón.
Cuánto
nos queda por aprender también a nosotros.