Puede parecer un titular
cruel, al tratarse de una persona que acaba de cumplir 80 años, pero, guste o
no, es lo que hay.
Es bien conocida la reforma
eclesial en la que está empeñado Francisco: con los pobres y con los
crucificados de nuestros días en su reclamación de tierra, techo y trabajo; a
favor de una nueva unidad entre los cristianos entendida como comunión en la diversidad;
impulsando una transformación de la curia vaticana que la acabe recolocando en
relación de dependencia con un gobierno cada día más colegial y corresponsable
y, finalmente, revisando la moral sexual, hasta ahora vigente, desde el primado
de la misericordia como la verdad primera y fundamental del Evangelio.
Y también es de sobra
conocido cómo, a partir de ese momento, las aguas no han parado de bajar
revueltas hasta acabar emplazando públicamente al papa, el pasado mes de
noviembre, por una supuesta negligencia en su responsabilidad de defender la
fe. El encargado de ello ha sido el cardenal estadounidense R. L. Burke en
nombre de otros tres colegas: los alemanes W. Brandmüller y J. Meisner y el
italiano C. Caffarra. Finalizadas las fiestas de Navidad, ha declarado, podrían
pedir públicamente al papa que se corrigiera de las “confusas” directrices
impartidas en la carta postsinodal “Amoris laetitia” ya que perciben una
ruptura “con lo que ha sido la constante enseñanza y práctica de la Iglesia”.
Vamos, que la verdad primera y fundamental del catolicismo no es la
misericordia de Dios, sino la ley de la indisolubilidad del matrimonio.
Lo preocupante no es que
estos cardenales, representantes de la minoría rigorista, pretendan sentar a
Francisco en el banquillo de los acusados -una sobreactuación que roza lo
histriónico-, sino la sintonía que se percibe con ellos en algunos sectores de
la Iglesia. Y también, en nuestras respectivas diócesis.
Hay católicos que comparten,
concretamente, tres consideraciones sobre este papa “venido del fin del mundo”.
Según la primera, no hay que esperar mucho a que las aguas vuelvan a su cauce
tradicional y seguro, habida cuenta la avanzada edad de este papa “salido de
madre”. Solo se necesita tener un poco de paciencia y aguante, a la espera de
que la naturaleza haga su trabajo y aparezca, como agua de mayo, el deseado y
añorado Pio XIII o un Juan Pablo III que ponga las cosas en su sitio. Pero, se
recuerda, seguidamente, no está de más insistir en que la Iglesia se encuentra
asfixiada por el tsunami de la “dictadura relativista” que Juan Pablo II y
Benedicto XVI denunciaron hasta quedarse afónicos y al que Francisco le hace la
ola sin miramientos de ninguna clase. Hay, finalmente, otra valoración, más
técnica y que ha vuelto a saltar a la palestra muy recientemente: la
Exhortación postsinodal “Amoris laetitia”, por ser rupturista, no mantiene la
imprescindible continuidad con el magisterio que le ha precedido. Al incumplir
tal criterio, queda invalidada como doctrina auténtica.
Me permito intervenir en
este debate aportando también tres consideraciones. La primera, para recordar
que las reformas fundadas, como es el caso, en la sencillez y radicalidad
evangélicas y no en la autoridad (aunque sea la del papa), han sido, y siguen
siendo, determinantes en la Iglesia. La de Francisco, por asentarse en la
misericordia, tiene todos los visos de perdurar en el tiempo. Por lo menos,
tanto como pueda subsistir el Evangelio que la sostiene y más allá de que al
actual papa le queden cuatro días u otros ochenta años.
La segunda, es para invitar
a repasar el magisterio de Juan Pablo II cuando animaba a “discernir bien las
situaciones” de los divorciados vueltos a casar civilmente, dada su creciente
complejidad, así como a valorar el diverso grado de pertenencia eclesial de
dichas personas. El papa Wojtyla era consciente del problema. Pero, una vez
reconocido, lo aparcaba y se limitaba a aplicar la llamada “ley moral natural”
sin contemplaciones porque en ella se transparenta la voluntad de Dios. Y con
él, Benedicto XVI. A diferencia de ellos, Francisco prefiere mirar el
comportamiento de Jesús en la parábola del hijo pródigo o con la mujer
sorprendida en adulterio. Y, a su luz, entiende, cargado de razones, que el
amor de Dios está por encima de cualquier ley, incluido el catecismo y el
código de derecho canónico. Me da que este criterio también está llamado a
tener más futuro que la aplicación inmisericorde de la ley, aunque se intente
presentarla como “definitiva” e “irreformable”. Todo un exceso, éste último,
dogmático, además de jurídico, que ignora la precedencia del Evangelio.
En tercer lugar, creo que no
conviene confundir “relativismo” con “jerarquía de verdades”. Nadie discute, al
menos entre los católicos, la indisolubilidad como uno de los principios del
matrimonio, sin olvidar que cada día somos más quienes entendemos que no se
pueden seguir aparcando las excepciones a dicho principio que el mismo
evangelista Mateo (19,9) también pone en boca de Jesús: “excepto en caso de
adulterio” (“porneia”). Pero todos deberíamos estar de acuerdo en que el
corazón del Evangelio no son dichas verdades ni sus excepciones, sino la
misericordia de Dios con nosotros. A su luz, se han de leer y aplicar las
restantes. Esto tampoco es flor de un día.
Evidentemente, está en juego
no perder el tren de la historia, pero, sobre todo, recuperar el corazón mismo
del Evangelio que, con frecuencia, sobrepasa a la historia. Y con ella, a
nosotros.
Jesús Mtz. Gordo
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