Las teorías del complot o de la escalada de algunos movimientos y comunidades a la cúspide de la Iglesia católica tienden a infravalorar la gran variedad y complejidad de esta galaxia eclesial. Diferentes por lugar y fecha de nacimiento, por tipo de adhesión de sus miembros, por dimensión y enraizamiento, por misión dentro de la Iglesia y orientación teológica, los movimientos y comunidades ocupan todo el espacio del amplio espectro «ideológico» dentro del catolicismo. El ecumenismo y el neo-orientalismo de San Egidio se contraponen al romanismo de los movimientos hispanos. El inclusivismo interreligioso de los Focolares está en el extremo opuesto al exclusivismo de Comunión y Liberación. La cultura participativa y democrática de los scouts católicos está en las antípodas de la mentalidad del Opus Dei.
Las asociaciones
eclesiales viven una difícil comunión entre sí. Si resulta exagerado presentar el conjunto como «bandas de enemigos naturales
en un precario estado de simbiosis», no resulta excesivo definir el conjunto
general de las asociaciones como una difícil convivencia desde la lógica de la competencia y con una
continua búsqueda de equilibrio. No
podía ser de otra forma si deben convivir los movimientos-asociaciones caracterizados por un alto grado
de institucionalización y por una
cierta autonomía concedida por la jerarquía eclesiástica (Acción Católica - escultismo); los movimientos de
reconquista, vinculados a una cultura política y religiosa antiliberal
(Opus Dei, Comunión y Liberación,
Legionarios y Cursillos); los movimientos de tipo pentecostal (RNS,
Neocatecumenales y Focolares); las élites espirituales -laicales y monásticas- herederas del «retorno a las
fuentes» de la gran tradición del cristianismo indiviso y del «acercamiento»
a las otras Iglesias y a las mujeres y a
los hombres de nuestro tiempo (Taizé y Comunidad de San Egidio).
Una segunda y más difícil comunión ha sido
aquella entre las asociaciones por una parte y las Iglesias locales (clero y
laicado) por la otra. Las partes en simbiosis viven juntas, sacando ambas
ventaja de la convivencia y sufriendo la
desventaja de la crisis y de la debilidad del otro sujeto de la
relación. No está todavía claro que este sea el caso de la relación entre
movimientos y comunidades e Iglesias locales. Resulta claro, sin embargo, que durante las décadas posconciliares los movimientos y comunidades han nacido y crecido como un
fenómeno muy oportuno en razón de lo
debilitado que estaba el cuerpo de la Iglesia territorial.
Frente a una fe «cálida» -que es como mayoritariamente se vive en las comunidades o movimientos-, las Iglesias
territoriales corren el riesgo de
reducirse cada vez más a una especie de frías máquinas distribuidoras de sacramentos. La distribución del
sacramento ya no corresponde con la
inserción en una comunidad parroquial, en una catequesis parroquial o en
una realidad humana y social inevitablemente más variada pero también más real
que la de la pequeña comunidad- movimiento elegida. Desde el punto de vista
vocacional y ministerial, al «laicado no
asociado» y al clero (al que se reconoce una autoridad menor que la que
dan a sus propios líderes) parece haberlos sustituido en las Iglesias locales el laicado asociado que está en condiciones de garantizar un mayor nivel de compromiso y de
eficiencia pastoral. Por este motivo la fuerza de impacto de los
movimientos sobre el cuerpo de la Iglesia
católica es muy superior respecto a la relativa consistencia numérica de
este nuevo tipo de laicado.
Entre finales del XIX y principio del XX, las
jerarquías católicas habían conseguido despertar y controlar
la movilización del laicado dentro de un esquema que no arriesgaba
la tradicional estructura de poder en la Iglesia. El rol histórico
de las asociaciones, a lo largo de la segunda mitad del
siglo XX consiste en haber interpretado (también a nivel ideológico), traducido (en el plano de la realidad de los hechos, mucho antes que
en el del reconocimiento eclesiástico) y representado (más a nivel existencial
que teológico) una solución al problema de vivir y testimoniar la fe católica
en una sociedad como la europea, situada en el
momento crítico del pasaje de una firme herencia confesional a una radical
secularización. La fuerte autoestima de esta nueva élite facilita las acusaciones dirigidas contra los nuevos
movimientos que han ocupado dentro de
la Iglesia los espacios que, hasta hace pocas décadas, fueron
administrados por el episcopado, el clero, las órdenes religiosas y la potente jerarquía católica. Del «nosotros
somos Iglesia» de los tiempos de la
semiclandestinidad se ha pasado, en la Iglesia de Juan Pablo II y Benedicto XVI, al orgullo de algunos
movimientos, un orgullo con que parecen afirmar: «La Iglesia somos
nosotros».
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