Jesús Martinez Gordo
Nuevamente,
malestar y perplejidad en la Iglesia católica vasca. Y también, incertidumbre.
Malestar,
en primer lugar, y mucho, en la diócesis de S. Sebastián por la gestión de
Mons. J. I. Munilla a lo largo de los seis años que lleva al frente de la
misma. Es lo que se concluye del último balance dado a conocer por “Eutsi
Berrituz”, un importante, y numeroso, colectivo de sacerdotes, religiosos,
religiosas, laicas y laicos guipuzcoanos, y del que se ha tenido conocimiento a
través de diferentes medios de comunicación social.
Perplejidad,
en segundo lugar, por el silencio público de Mons. M. Iceta, obispo de Bilbao, ante
las reiteradas denuncias por no haber recibido ni escuchado a la familia de un ex-alumno
del colegio Gaztelueta, presuntamente víctima de abusos por parte de su
profesor-tutor. Y perplejidad también por el procedimiento empleado en la
nominación, del nuevo obispo de Vitoria, el sacerdote navarro J. C. Elizalde, continuando,
por desgracia, la línea imperante estos dos últimos siglos.
E,
igualmente, incertidumbre por el rumbo que pueda marcar el nuevo equipo de
prelados a partir del próximo 12 de marzo (fecha de ordenación y entrada del
obispo de Vitoria).
¿Se
va a “cerrar el círculo”, al parecer, diseñado hace algún tiempo por el
cardenal, ahora arzobispo emérito de Madrid, A. M. Rouco, con el propósito de “normalizar”
y “desnacionalizar” estas iglesias? En consecuencia con ello ¿se seguirá aparcando
toda participación corresponsable (democrática) en la elección, por ejemplo, de
los vicarios generales de Bilbao? Los mismos vicarios generales, prolongados en
su tarea, sin consulta de ninguna clase al pueblo de Dios, ¿van a seguir
jugando al posibilismo en nombre de una supuesta paz y tranquilidad diocesanas que
acaba dañando la corresponsabilidad eclesial y su credibilidad personal?
Más
aún. Una vez jubilado Mons. M. Asurmendi, ¿se concentrarán todos los
seminaristas en Pamplona o regresarán, más bien, los de S. Sebastián a Vitoria,
sumándose a ellos los de Bilbao? ¿Se erigirá, por fin, un seminario interdiocesano?
El
nuevo equipo de obispos ¿apostará por sumar (y optimizar) los escasos recursos
humanos y económicos existentes en cada una de las tres diócesis y pondrá en marcha
una facultad de teología interdiocesana que sea referencial para la Iglesia y para
el País Vasco?
Y,
sin ánimo de agotar los muchos asuntos en juego, Don
J. C. Elizalde
¿será capaz de quebrar semejantes diagnóstico y estrategia y traer a nuestras
diócesis —a pesar de las limitaciones que presenta su
nombramiento— un poco del aire fresco y primaveral que está insuflando
el papa Francisco a la Iglesia?
¡Ojalá
fuera así!
En
todo caso, son demasiadas preguntas y casi ninguna respuesta.
Bueno,
sí. Sí que ha habido algún que otro esclarecedor movimiento (o estancamiento) en
estos últimos años: el “traslado” (“manu militari”) a Pamplona de los
seminaristas de S. Sebastián y el “mutis por el foro” del obispo de Bilbao ante
la posibilidad de erigir una facultad interdiocesana de teología.
Queda
por ver si, a partir de ahora, vamos a asistir a la culminación de esta
estrategia supuestamente “normalizadora” y “desnacionalizadora” o si, más bien,
se va a producir un cambio de ciclo, esta vez sí, sin trampa ni cartón.
A
la espera de lo que nos depare el nuevo equipo de obispos, quizá no esté de más
recordar que muchos de tales malestares, perplejidades e incertidumbres son
consecuencia de la manera de nombrarlos que, lamentablemente, perdura en la
actualidad y que se caracteriza por no tener en cuenta la voluntad de los directamente
concernidos (imponiendo los obispos que quiere el grupo de presión que controla
los oportunos resortes) y, lo que es más triste y escandaloso, por favorecer que
algunos de los nombramientos realizados puedan ser interpretados como nepóticos
¿Qué otra exegesis es posible —se preguntan algunos— para que se haya nominado a
Mons. A. Carrasco Rouco, sobrino carnal del cardenal A. M. Rouco, para presidir
la diócesis de Lugo?
¡Qué
cosas!
Urge
recuperar, cuanto antes, la praxis que ha sido tradicional durante los
dieciocho primeros siglos de la Iglesia: la elección de los obispos resultaba
de un acuerdo entre la voluntad de los directamente concernidos y la
responsabilidad de velar y garantizar la unidad de fe y la comunión eclesial
que era (y sigue siendo) propia del sucesor de Pedro. Así se imposibilitaba,
con palabras del papa S. Celestino I (422-432), que el
obispo fuera impuesto.
Este principio ha estado
operativo hasta que una insoportable injerencia de los poderes civiles (el
llamado galicanismo) llevó a que el sucesor de Pedro se reservara el derecho de
nominación, movido por la necesidad de defender la libertad de los prelados y,
con la de ellos, la de la Iglesia.
El concilio Vaticano II reivindicó
la libertad
de la comunidad cristiana para elegir sus obispos. Y, a su luz, ha reaparecido la exigencia de que el pueblo de Dios recobre su protagonismo.
Sin embargo, es una
demanda que solo ha quedado recogida de manera colateral en el actual Código de
Derecho Canónico. Según el artículo 377 & 1, el papa “nombra libremente a los
obispos”. Es el procedimiento habitual. Pero, seguidamente, señala (recogiendo
la praxis de unas treinta diócesis
alemanas, austriacas y suizas) que “confirma a los que han sido legítimamente elegidos”. Estas iglesias locales intervienen en la
elección de sus respectivos obispos, bien sea presentando una terna a la Santa
Sede o eligiendo a uno de los tres propuestos por el Vaticano.
Es un procedimiento que no ha gustado a la curia vaticana; sobre todo, en el pontificado de Juan Pablo II.
Por eso, siempre que ha sido posible, ha emitido el mensaje de que se trataba
de un “privilegio” que había que erradicar cuanto antes. En el fondo, una
falacia que ha buscado (y busca) acallar a las diócesis que quieren acogerse al
mismo. Y es posible que también se trate de una estrategia para ocultar (o, al
menos, despistar) algunos de los problemas que presenta su defensa, más formal
que real, de la libertad del papa: nepotismo, floración de “lobbys”
eclesiásticos y desmedido poder de la misma curia. Como muestra, basta un
botón.
En su día fue muy
comentado el diálogo sostenido entre el obispo Felipe Fernández y el papa Juan
Pablo II en la audiencia concedida a un grupo de prelados españoles con ocasión
de una de las visitas que, preceptivamente, han de realizar todos los obispos
del mundo a la Sede Primada cada cinco años (llamadas “ad limina”).
En el origen de este
diálogo que, ahora reconstruyo, se encuentra el interés del papa Wojtyla por
visitar Ávila y Alba de Tormes en el primero de sus viajes a España; un interés
fundado en sus trabajos —siendo un joven estudiante— sobre S. Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila. El
papa visitó las citadas ciudades el 1 de noviembre de 1982. Tuvo en ellas
sendos encuentros con los monjes y monjas de clausura y quedó impresionado de aquella
jornada. Tanto, que retuvo el nombre del entonces obispo abulense: Mons. Felipe
Fernández.
Años después, el
episcopado español realizó una de las referidas visitas “ad limina”. Una vez pulsada
la situación de las diferentes diócesis en los dicasterios vaticanos, los
prelados se reunieron con Juan Pablo II.
Como es de suponer, son
muy pocos los obispos a quienes el papa conoce por su nombre. Sin embargo,
había uno en el grupo del que se acordaba perfectamente: de Mons. Felipe
Fernández, obispo de Ávila. Y así lo identificó y saludó Juan Pablo II. La
reacción de D. Felipe fue inmediata: “Santidad —respondió— soy, efectivamente, Felipe Fernández, pero no soy el obispo de Ávila. La
sorpresa del papa fue casi mayor que la del obispo tan inusualmente
identificado: “¿Cómo? ¿Que no eres el obispo de Ávila?” “Efectivamente,
Santidad, soy el obispo de Tenerife. Y lo soy desde el año 1991”. La posterior pregunta
de Juan Pablo II fue directa y asombrosa para los no iniciados en los
procedimientos curiales: “Pero ¿y quién te ha mandado allí?” “Vd. Santidad”,
respondió D. Felipe. Y la reacción final del papa (a medio camino entre el
desconcierto y la incredulidad) fue bien elocuente del peso de la curia
vaticana: “¿Yooooo?”
La
conclusión es difícilmente cuestionable: es preciso cambiar en el artículo 377 & 1 del Código de Derecho Canónico la frase principal por
la subordinada: “el papa confirma a los obispos que han sido legítimamente
elegidos y, en circunstancias excepcionales, los nombra libremente”. Una
propuesta para que, lo que ha
sido extraño en la inmensa mayoría de las diócesis durante estos dos últimos
siglos (la intervención del pueblo de Dios), pase a ser lo habitual. Y para que
lo que, hasta el presente, ha sido rutinario (el nepotismo, los “lobbys”, la
curia y, finalmente, la imposición), acabe desterrado.
Y si
semejante cambio se antoja una petición imposible, siempre queda poner en
marcha una campaña para que, a las diócesis que así lo deseen, se les aplique
el mismo (o parecido) procedimiento que el empleado para las alemanas,
austriacas y suizas. No es previsible que sean legión los obispos que avalen
semejante petición ante la Santa Sede, pero tampoco un disparate o una
alucinación. Algunos milagros todavía son razonablemente posibles…
He aquí, cómo evitar muchos de los malestares,
perplejidades e incertidumbres que hoy se enseñorean no solo de la diócesis de
Vitoria, sino también de las de S. Sebastian y Bilbao. Y tengo el pálpito de
que no solo de ellas.
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