JESÚS MARTÍNEZ GORDO, catedrático de teología
Las actitudes fundamentalistas no son una patología exclusiva de las religiones, sino una enfermedad que se apodera e infiltra en todos los ámbitos de la vida
Los hechos son conocidos. Francia ha sido sacudida dos veces por el azote terrorista en lo que va de año: la masacre del equipo de redacción del semanario satírico Charlie Hebdo (enero) y los atentados simultáneos de París con un dramático balance de 132 muertos y más de 300 heridos (noviembre).
También son de dominio público las declaraciones del presidente François Hollande del 13 de noviembre, tras haber sido asumida su autoría por el Estado Islámico: son un ‘acto de guerra’ al que Francia responderá de manera ‘implacable’ y ‘sin misericordia’.
Igualmente son conocidas algunas de las decisiones tomadas: cierre de las fronteras; tres días de duelo nacional; estado de emergencia en todo el territorio; prohibición de manifestaciones en la vía pública; intensificación de los ataques a ISIS; traslado hasta la zona del portaviones Charles de Gaulle; solicitud de colaboración militar a sus socios europeos y reforma de la Constitución. No han faltado quienes, evaluando el alcance y significado de estas medidas, han enfatizado la vecindad entre esta manera de reaccionar y la respuesta del presidente George Bush hace catorce años (11 de septiembre de 2001) a los atentados de las torres de Nueva York.
El capítulo de los análisis es enorme. Imposible de sintetizar. Retengo, consciente de sus limitaciones, los que subrayan el fundamentalismo islámico de sus ejecutores y, por extensión, del que ronda a toda religión. Quedan para otra ocasión las valoraciones que centran su mirada en las víctimas.
Una vez condenado el fundamentalismo yihadista, se han escuchado diagnósticos que invitan a levantar la vista de su envoltorio religioso y a evaluarlo no tanto en clave de ceguera islámica, cuanto en relación a los intereses energéticos en los que están muy implicadas (y enfrentadas) las principales potencias occidentales. Y, por supuesto, entre ellas, Francia.
El fanatismo yihadista, se recuerda, es una tapadera, oportuna y convenientemente empleada: por unos, para encontrar ‘carne de cañón’ con la que desestabilizar a los prepotentes occidentales y, por otros, para despistar (y apartar) a la ciudadanía de los enfrentamientos que está provocando el reparto de la tarta energética en Oriente Medio.
Tampoco faltan quienes proponen afrontar el fundamentalismo, sea del signo que sea, clausurando políticas de reclusión de lo religioso a la esfera privada que acaban favoreciendo, más pronto que tarde, comportamientos fanáticos. Se erradica, se recuerda, promoviendo (como hacen los anglosajones) la diversidad religiosa y mimando el diálogo interreligioso e intercultural. La receta es más luz y menos extrañamiento de la religión a lo íntimo. En este trazado parecía querer moverse Francia después de la matanza de Charlie Hebdo, siguiendo de cerca la política activada en Austria al respecto: promover un ‘Islam francés’ que podía acabar aparcando, incluso, la sacrosanta ley sobre la laicidad de 1905 al financiar la formación de los imanes y subvencionar la construcción de nuevas mezquitas. Todo un ‘revival’ del galicanismo, en este caso, islámico, al que tan aficionados han sido los franceses.
E hilando todavía más fino, están quienes se rebelan contra la asociación (y socialización) de Islam y fundamentalismo y recuerdan, frente a tanto simplismo, la pluralidad y riqueza de escuelas en su seno, empezando por los místicos sufíes.
De paso, también llaman la atención sobre una evidencia: que el fundamentalismo no es una patología exclusiva de las religiones, sino una enfermedad que se apodera e infiltra en todos los ámbitos de la vida. Por ello, nos viene bien, pasado el mazazo del primer momento, un poco de autocrítica ante nuestros fundamentalismos políticos, nacionales, económicos y culturales, sin tener que olvidar el que nos ocupa.
Recuérdese, por ejemplo, lo que decía hace ya algún tiempo Noam Chomsky sobre el más dañino de todos: el Fundamentalismo Monetario Internacional (FMI) de cuyos zarpazos estamos siendo víctimas los últimos años, juntamente con griegos, portugueses e italianos.
No se olvide que este fundamentalismo suele llevar como compañero de viaje otro, aparentemente más amable e inofensivo: el que defiende a ultranza el derecho a una calidad de vida a costa del derecho a la subsistencia de miles de millones de personas y que no tiene problema alguno en dar la espalda a Pablo VI cuando denuncia su inhumanidad y propone la vía de su superación: «si la tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia..., todo hombre tiene derecho a encontrar en ella lo que necesita... Todos los demás derechos, sean los que sean, incluidos los de propiedad y el comercio libre, no deben estorbar, antes, más bien, al contrario, facilitar la realización de este derecho primario. Y es un deber social grave y urgente hacerlos volver a su finalidad primera».
Francisco está afónico de abundar en lo mismo, aunque a algunos les pueda preocupar más, después de su último viaje a África, si está a favor o no del uso del preservativo. Que, y por si hubiera dudas, no está en contra.
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