Jesús
Martinez Gordo
El encuentro
de la Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida (Brasil, 2007)
se inserta en la tradición de las cuatro anteriores ediciones. Y como todas ellas, es
objeto de diferentes valoraciones, tanto en lo referente a la preparación,
desarrollo y aprobación del documento final, como a su importancia eclesial. De
no haber sido por la elección de J. M. Bergoglio como papa, es muy probable que
no hubiera tenido la relevancia que actualmente presenta gracias, precisamente,
a su decisiva intervención.
La novedad (relativa) de Aparecida
Desde que la Congregación para la doctrina de la fe
publicara las dos Instrucciones (“Libertatis Nuntius” 1984 y “Libertatis conscientia”,
1986) el debate sobre la teología latinoamericana no gira ya tanto en torno al uso
del análisis marxista o sobre la necesidad de las ciencias sociales (algo, por
otra parte, ampliamente admitido), sino, en torno al papel de la novedad
cristiana en una sociedad que, montada al dictado de los intereses
neo-liberales y sumida en una escandalosa pobreza, se encuentra, objetivamente,
en las antípodas del Evangelio.
El paso adelante dado en la Conferencia de
Aparecida –gracias al entonces cardenal J. M. Bergoglio- consiste en constituir
la fe del pueblo, integrado en su gran mayoría por pobres, en el punto de
partida y en aplicar a dicha constatación el método del ver, juzgar y actuar.
Como es sabido, en el
origen de la teología de la liberación se encuentran –según G. Gutiérrez- dos
hechos difícilmente cuestionables: la gran mayoría del
continente latinoamericano es pobre y cristiano. Se halla aquí una doble constatación que puede ser abordada de una
manera inaceptablemente espiritualista: al final, el Señor, hará justicia,
mientras tanto, sólo queda soportar con fortaleza. La teología de la liberación
no comparte semejante espiritualidad y propone rebelarse: no hay fe auténtica
sin compromiso contra la pobreza y a favor de la justicia. En el binomio fe –
pobreza, la calidad de la primera, la marca el compromiso contra la segunda.
Esta manera de articular
pobreza y fe cristiana, primando el compromiso será percibida (tal es, por
ejemplo, el parecer de la
Congregación para la doctrina de la fe) como ideológica, es
decir, como un discurso que acaba sometiendo la singularidad y especificidad de
la fe cristiana al combate y erradicación de la pobreza y de la injusticia o
que, en la gran mayoría de las ocasiones, no tiene debidamente presente la fe
cristiana de un pueblo pobre y oprimido en el acto mismo de ver, juzgar y
actuar.
Esto último, el
reconocimiento de la centralidad de la fe del pueblo pobre, es la gran
aportación de Aparecida. Al colocar semejante constatación (con la articulación
de fe y pobreza que favorece) en el punto de partida, dota a la teología
latinoamericana de una singularidad analítica hasta entonces, casi siempre,
supuesta, y, en la mayoría de las ocasiones, no debidamente tenida en cuenta.
Por ello, porque en el “hecho mayor” o en la constatación de partida se atiende
(y respeta) debidamente la conjunción de fe cristiana y pobreza y no se relega
a un segundo término a la primera, ya no hay problema alguno en reconocer la
bondad de aplicar el método de ver, juzgar y actuar, sencillamente, porque “implica
contemplar a Dios con los ojos de la fe” (Aparecida, “Documento Conclusivo,” nº 19).
Como resultado de esta
aportación, se supera la asepsia formal con la que se presentaba la tradicional
metodología ternaria: mediación socio-analítica, mediación hermenéutica y
dialéctica teoría-praxis (C. Boff, “Teología de lo político. Sus
mediaciones”, 1980).
Una señal de dicha superación es que no hay problema alguno en que el
diagnóstico se encuentre antecedido de una doxología o acción de gracias a Dios.
Tampoco lo hay en poner una introducción en la que se explicita la perspectiva creyente
que se despliega tanto en el análisis de la realidad y en su valoración como en
la formulación de las pistas de acción: “lo que nos define no son las circunstancias
dramáticas de la vida, ni los desafíos de la sociedad, ni las tareas que
debemos emprender, sino ante todo el amor recibido del Padre gracias a
Jesucristo por la unción del Espíritu Santo” (Aparecida, “Documento
Conclusivo,” nº 14. Cf.
Ibíd. 1-18).
A partir de Aparecida, el
dato de la fe deja de ser un “presupuesto, que permanece de espalda” y pasa a
ser “un principio operante” que, “siempre activo” desde el punto de vista
existencial, está llamado a serlo también desde el punto de vista epistemológico”.
La “indefinición”, hasta entonces imperante y que lastraba la teología latinoamericana,
queda desterrada. Al proceder de esta manera, desactiva las sospechas y los
recelos que operaban en los diferentes posicionamientos críticos de la Congregación para la
doctrina de la fe y deja sin argumentos a quienes, refugiándose en un rancio e
inaceptable espiritualismo, eran críticos con las personas comprometidas contra
la pobreza y a favor de la justicia.
El papel de J. M. Bergoglio
Ésta es la gran aportación
del cardenal J. M. Bergoglio, tal y como se deduce del testimonio de monseñor
Barros: “uno de los delegados brasileños en la Conferencia, el obispo
de Jales dom Demetrio Valentini ha comentado que la Conferencia ‘ha
concretizado uno de sus objetivos más importantes, el de retomar el camino de la Iglesia en América Latina,
reforzando su propia identidad y superando perplejidades que obstaculizaban su
acción’. Lástima que, una vez afirmado esto, el método no haya sido aplicado
después de manera rigurosa, al estar el análisis de la realidad (el ‘ver’) precedido
por un capítulo de introducción sobre ‘los discípulos misioneros’: como cuenta
el teólogo argentino de Amerindia, Eduardo de la Serna, la petición de
desplazar este capítulo al principio de la segunda parte ha sido rechazada, en
sede de votación, a pesar de haber sido presentada por dieciséis presidentes de
conferencias episcopales. Ha sido el cardenal Jorge Mario Bergoglio, presidente
de la conferencia episcopal argentina y de la comisión para la redacción quien,
antes de la votación, se ha expresado contrario porque según él, respecto a la
dureza de la realidad, era mejor empezar con una especie de doxología (himno de
alabanza a Dios)” (Adista, n. 46
del 23 de junio de 2007)
El papa Francisco retoma este
asunto, con ocasión de la
Jornadas Mundiales de la Juventud (2013), en el encuentro con la
presidencia del CELAM, cuando sostiene que la Iglesia no ha superado
todavía la tentación de “buscar una hermenéutica de interpretación evangélica
fuera del mismo mensaje del Evangelio y fuera de la Iglesia”…“bajo la forma de
asepsia”. Aparecida pone de manifiesto que no es viable un “ver” neutral ya que
“el ver está afectado por la mirada” que, en el caso del cristiano, es la
mirada del discípulo” (Filippo Santoro, “La liberazione che viene dal
Vangelo”: Avvenire 28. Settembre.
2013).
No está exenta de
fundamento la invitación a leer, después de la elección del J. M. Bergoglio
como papa, muchas de sus decisiones y posicionamientos públicos y, sobre todo,
su Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, a la luz de lo sucedido en
Aparecida y del papel jugado por el entonces presidente de la conferencia
episcopal argentina.
Magisterio regional y universal
En todo este “affaire”,
centrado en la explicitación (y enriquecimiento) que experimenta el binomio fe
cristiana y pobreza y en una más ajustada articulación en Aparecida, hay, sin
embargo otro punto particularmente relevante: una vez más, se constata –en sintonía
con lo mejor de la tradición católica- cómo un magisterio regional enriquece el
de toda la Iglesia,
invalidando por vía práctica los intentos de negar la capacidad magisterial de
los sucesores de los apóstoles “dispersos por el mundo” (Vaticano I).
Desde Aparecida y, sobre
todo, desde la elección de J. M. Bergoglio como Francisco, la opción “por una
Iglesia pobre y para los pobres” no sólo es una importante decisión pastoral y contribución
magisterial para América Latina. También lo es para toda la Iglesia católica porque,
sin dejar de ser un magisterio regional, ya no es únicamente el fruto de una
teología particular para una iglesia local o un conjunto de iglesias locales,
sino también para toda la
Iglesia. Y en esto consiste, precisamente, la catolicidad
como “comunión de iglesias”, presididas por los sucesores de los apóstoles. En
ellos, como colegio que son, reside la “potestad suprema sobre la Iglesia universal” con el
papa (LG 22).
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