Publicado
el 09.05.2014 (V.N.)
JESÚS
MARTÍNEZ GORDO
(Facultad
de Teología de Vitoria-Gasteiz)
Al Papa S. Celestino I (422-432) se
debe lo que, desde el siglo V, es un criterio rector incuestionable en la
organización de la vida eclesial: ningún obispo debe ser impuesto. Esta
proclama ha sido puesta en práctica de diferentes maneras a lo largo de la
historia hasta que una insoportable injerencia de los poderes civiles y la
influencia de la eclesiología protestante (negadora del sacramento del Orden)
acabaron suplantando y pervirtiendo la legítima participación del pueblo de
Dios.
Tales injerencia y eclesiología
llevaron a que el obispo de Roma se reservara para sí dicho derecho y que lo
hiciera movido por la urgencia ineludible de defender la libertad de los
prelados y el sacramento del Orden como ministerio constitutivo y constituyente
de la Iglesia católica. Sólo así se garantizaba debidamente la fidelidad de los
sucesores de los apóstoles única y exclusivamente al Evangelio y sólo así se
preservaba la apostolicidad de la Iglesia católica.
El concilio Vaticano II sostuvo con
claridad meridiana la libertad de la comunidad cristiana para elegir sus
obispos, sin consentir transacción alguna con las autoridades civiles (CD 20).
De ello se hace eco el mismo código de derecho canónico de 1983 cuando proclama
que “en lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni
privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de Obispos”
(377 & 5). Los padres conciliares eran conscientes de que la crisis
galicana estaba superada, es decir, que la intromisión de la autoridad civil en
la elección de los obispos pertenecía al pasado, aunque quedaran restos de ella
en el presente. Es esta última constatación la que explica su voluntad de
respetar el privilegio de presentación de obispos allí donde se hubiera pactado
y su llamada a renunciar al mismo.
Además, los padres conciliares tuvieron
un exquisito cuidado en reconocer el sacerdocio común de los fieles sin
confundirlo con el sacerdocio ministerial (diaconado, presbiterado y
episcopado). Como también lo tuvieron en diferenciar ambos sacerdocios
señalando la existencia de una ineludible separación entre ellos, no solo de
grado, sino fundamental. Al proceder de esta manera, abrían una vía de
aproximación a lo mejor de las aportaciones de las iglesias evangélicas sin
renunciar, por ello, a la singularidad del sacramento del Orden en la
catolicidad: el ministro (particularmente, el sacerdote y el obispo) no es un
simple delegado de la comunidad –como así sucede en la eclesiología evangélica-
sino sacramento de Cristo. Y lo es por la imposición de manos, la invocación
del Espíritu y la presidencia de una Iglesia local.
El Vaticano II tenía claro que el
reconocimiento del sacerdocio común no diluía –y, menos, aparcaba- la identidad
cristológica del ministerio ordenado. Y, a la vez, que la afirmación de la
singularidad ministerio ordenado era perfectamente articulable con el
sacerdocio de todos los bautizados. Tal proclamación no ocultaba ni disolvía el
sacerdocio común de todos los fieles cristianos.
A la luz de estas importantes
aportaciones conciliares, no es extraño que haya reaparecido la exigencia de
recuperar el protagonismo que tradicionalmente ha desempañado el pueblo de Dios
en la elección de sus obispos.
Semejante reclamación no se efectúa por
simple mimetismo con las maneras de proceder en las democracias formales
burguesas, sino como consecuencia de haberse superado las injerencias de los
poderes civiles que provocaron la congelación de tal derecho de la comunidad y la
posterior reserva a la Sede Primada de Roma de la elección y nombramiento de
obispos. Y, sobre todo, porque el Vaticano II ha recuperado para todos los
bautizados una dignidad eclesial que se hace creíble ejerciendo la
corresponsabilidad en los asuntos que afectan a la comunidad cristiana y, por
tanto, participando en la elección y nombramiento de los obispos.
Las apuestas del Papa Francisco por recuperar
la centralidad de los pobres en la vida cristiana, reformar la curia vaticana y
activar una forma colegial de gobierno parece que van en serio.
¡Ojala que ambas empeños lleguen a buen
puerto!
Pero para que las apuestas referidas a
la curia vaticana y al gobierno eclesial no queden sólo (y no sería poco) en
una reforma administrativa es imprescindible que vayan acompañadas de otra de
muchísimo mayor calado: la que pasa por la intervención del pueblo de Dios en
la elección y nombramiento de sus obispos.
1.-
La actual normativa canónica sobre el nombramiento de obispos
La normativa actual sobre el
nombramiento de los obispos descansa en un canon tan importante como
desconocido, al menos en una de las dos vías que reconoce y sanciona.
Se trata del canon 377 & 1: “el
Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos o confirma a los que han sido
legítimamente elegidos”.
1.1.
El Papa “nombra libremente”
La primera parte del canon formula
taxativamente lo que para la gran mayoría de los católicos parece ser la única
vía posible: el Papa nombra libremente a todos los obispos del mundo.
Si la creación del colegio cardenalicio
fue una de las determinaciones más importantes en la reivindicación del derecho
que tenía la iglesia de Roma a elegir libremente al Papa, la asunción de la
responsabilidad última en la elección de los obispos obedece a la misma
exigencia: preservar el derecho del pueblo de Dios a elegir libremente a sus
prelados en armonía con el obispo de Roma. Estando así las cosas, lo coherente
es que (una vez superada la crisis galicana y asumida la verdad extrapolada en
el protestantismo) se restituya al pueblo de Dios el protagonismo perdido y que
se armonice con la responsabilidad que tiene la Sede Primada de garantizar la
unidad de fe y la comunión entre todas las iglesias.
No es éste el interés de los redactores
del código de 1983 quienes -al enfatizar, cargados de razones, la libertad
papal- descuidan la práctica más tradicional y acaban sancionando una forma de
gobierno eclesial más cercana al absolutismo político que a la colegialidad y
corresponsabilidad eclesiales.
Semejante opción explica el detallado
desarrollo que presenta en el cuerpo canónico el procedimiento que se ha de
seguir para preservar la libertad del Papa en la elección de los obispos ya sea
diocesanos, coadjutores o auxiliares.
El
peso de la curia
Vaticana. Es de sobra conocido que el sucesor de Pedro no puede
gobernar por sí solo una iglesia de casi 1.200 millones de católicos y con más
de 4.500 obispos. Necesita de la curia y la curia actúa, obviamente, en su nombre.
Pero es igualmente cierto que el Papa
tampoco puede controlar todos los movimientos y personas de la curia ni estar
al tanto de todo lo que se pone en juego cuando se están madurando
disposiciones intermedias con el fin de facilitar una decisión suya. Es
entonces cuando se pone de manifiesto el importante papel que desempeñan los
miembros de la curia y el peso de sus convicciones, “filias” y “fobias”. Nadie
pone en tela de juicio que se esfuercen (y la gran mayoría de las veces así
sucede) por anticipar una decisión conforme con lo que entienden que son las
convicciones del Papa. Pero también es difícilmente refutable que siempre
existen márgenes de maniobra en los que frecuentemente tienen una enorme
importancia sus diagnósticos y criterios personales.
Estas grietas, particularmente
importantes en una forma de gobernar muy centralizada y centralizadora, son las
que explican la importancia suma de la curia cuando hay que nombrar nuevos
obispos o cambiarlos a otras diócesis. Y son las que explican que si es cierto
que el Papa “nombra libremente” los obispos, también lo es que su intervención
en dichos nombramientos se ha de entender –si se exceptúan algunos casos muy
concretos- en sentido lato, es decir, con la ayuda, frecuentemente
determinante, de la curia y, más concretamente, del dicasterio para los obispos
en el que no faltan personas con un protagonismo indiscutido. Y más, si son de
la nación a la que pertenecen algunos de los candidatos presentados.
Estando así las cosas, se impone (por
fidelidad a la tradición y al concilio Vaticano II) un cambio sustancial en la
manera de elegir y nombrar los obispos. Y, obviamente, una señal en esta
dirección sería que el pueblo de Dios volviera a participar en la elección de quienes
les van a presidir en la fe y en la comunión.
1.2.-
El Papa “confirma a los que han sido legítimamente elegidos”
Esta posibilidad queda recogida en el canon
377 & 1 cuando recuerda que el Sumo Pontífice también “confirma a los que
han sido legítimamente elegidos”. El Código de derecho canónico se hace eco de lo
que ha sido normal y habitual durante muchos siglos en la Iglesia: la
intervención de las diócesis en la elección de sus obispos, algo que no ha sido –para nada- excepcional o inusitada.
En
la actualidad, unas treinta diócesis alemanas, austriacas y suizas intervienen –además
de las Iglesias Católicas Orientales- en la elección de sus respectivos
obispos, bien sea presentando una terna a Roma o eligiendo (normalmente por el
cabildo catedralicio) a uno de los tres presentados por el Vaticano. Es un
procedimiento mixto (y muy limitado, por cierto) que permite alcanzar el tan
añorado punto de equilibrio entre los deseos de la iglesia local y la
responsabilidad apostólica del primado.
El
rechazo de una tradición bimilenaria.
Los problemas habidos por una deficiente aplicación de esta segunda parte del
canon en las diócesis de Coira (Suiza) y Colonia (Alemania) durante el
pontificado de Juan Pablo II muestran la existencia de colectivos, dentro y
fuera de la curia vaticana, a los que no gusta que el pueblo de Dios intervenga
–aunque sea mínimamente- en el nombramiento de sus obispos. Y, frecuentemente,
no gusta porque se sigue entendiendo que la intervención del pueblo de Dios en
la elección y nombramiento de quienes les van a presidir en la fe y en la
caridad es una injerencia o un privilegio que obstaculiza la libertad del Papa
para elegir a los que la curia vaticana considere idóneos.
Este diagnóstico y la mentalidad que ha
ido generado, han acabado poniendo trabas, sobre todo en el pontificado de Juan
Pablo II, a la aplicación de la segunda parte del canon 377 & 1. Y, de
paso, han emitido el mensaje de que recuperar dicha práctica y universalizarla era
un sueño imposible.
2.- Recuperar la “catolicidad” en la elección de los
obispos
Nadie o, en todo caso,
muy pocos discuten la bondad de que la Sede Primada se reservara la última palabra en la
gran mayoría de las elecciones episcopales frente a las inaceptables
injerencias galicanas y la extensión de la eclesiología protestante.
Pero, como
contrapartida, cada día son más los que entienden que cuando se potencia una
forma de gobierno presidida por el encuadramiento en torno a la Sede Primada también
se hace peligrar el equilibrio permanentemente inestable –propio de la lógica
católica- entre primado y colegialidad, entre iglesia local e iglesia universal
y, en el extremo, entre responsabilidad evangelizadora e intereses humanos
difícilmente compatibles con dicha responsabilidad. El Papa Francisco es,
probablemente, el representante más cualificado de esta creciente convicción.
Quizá, por ello, no
esté de más volver a recordar que la elección de los obispos ha sido -en la
tradición más venerable y prolongada de la iglesia- el resultado de un acuerdo
“católico” entre la voluntad de los fieles directamente concernidos y la
responsabilidad de la
Sede Primada en velar y garantizar la unidad de fe y la
comunión eclesial.
Evidentemente, apelar solo
a la elección de los obispos por votación popular puede presentar –en el
extremo- algunos riesgos de fidelidad al Evangelio. El ejemplo irrefutable es
la hipótesis de que una diócesis mayoritariamente xenófoba y racista acabara
eligiendo un obispo racista o xenófobo. Hay ocasiones en las que la elección
democrática y la fidelidad debida al Evangelio pueden colisionar. Es esta
cautela la que ha estado fundamentando una necesaria “reserva” papal
(“reservatio”) en toda elección. Semejante cautela pasaba por la necesidad de
que la Sede Primada
confirmara, ratificara o “reconociera” (“recognitio”) a los legítimamente
nombrados. Pues bien, es esta responsabilidad de garantizar la fidelidad debida
al Evangelio la que sigue fundamentando en nuestros días la conveniencia de que
la Sede Primada
siga teniendo dicha “reserva” en la elección de cualquier obispo
Pero también es evidente
que cuando la legítima y necesaria “reserva” acaba independizándose y desoyendo
el parecer de la iglesia local a la que va destinado el obispo elegido, se
incurren en crasos errores, como así ha sucedido en la historia de la Iglesia y
como sigue aconteciendo en la actualidad.
Es cierto que el
código de derecho canónico faculta al Nuncio para consultar (en algunos casos)
a determinadas personas. Pero es igualmente cierto que dichas consultas son
insuficientes si buscan recoger el sentir mayoritario del pueblo de Dios. O, en
todo caso, manifiestamente mejorables. Los procedimientos arbitrados tienen
enormes dificultades para respetar como sería deseable la “lógica católica” que
ha de presidir toda la vida de la iglesia y, obviamente, la elección y el
nombramiento de sus obispos. Cuando no se cuida debidamente dicha “lógica
católica” no sólo se puede caer en el error de elegir un obispo racista o
xenófobo, sino que también se pueden sacrificar diócesis enteras por
criticables intereses (no infrecuentemente políticos) de personas influyentes
en la curia vaticana.
Baste como
recordatorio un botón de muestra: los canónigos ginebrinos nombraron a finales
del siglo XV e inicios del XVI candidatos para obispos que Roma echó atrás porque
se decantaba a favor de personas cercanas a la familia Saboya. Ello
hizo que quienes estaban contra esta casa ducal tomaran sus distancias frente a
un obispo-príncipe que había sido, al menos hasta entonces, el garante de su
independencia y que solicitaran la ayuda de la Berna reformada. Es así como
Roma sacrificó Ginebra a sus intereses políticos en Italia, lo que fue nefasto
para la Iglesia suiza.
Es un ejemplo duro y
contundente que, incluso, puede parecer imposible en nuestros días. Pero una
vez expuesta la situación extrema, es posible imaginar (y, a veces, la realidad
supera a la imaginación) los diagnósticos e intereses cruzados –y hasta
enfrentados- que entran en juego en el nombramiento de algunos obispos. El
precio pagado –o no pagado cuando se ha procedido con cierta mesura- está a la
vista de quien lo quiera ver. Basta con mirar, por ejemplo y más recientemente,
la complicada relación de la Iglesia holandesa en el postconcilio con la curia
vaticana y su traumática situación actual, al decir de algunos analistas (puede
que buscando más el ruido y la notoriedad mediática que la verdad) “agónica”.
3.- Un pequeño (y enorme) cambio
Superado el lamentable
tiempo de las injerencias del poder civil en la elección de los obispos (aunque
no del todo) y vista la firme voluntad papal de proceder a la reforma de la
curia vaticana, es urgente recuperar la tradición casi bimilenaria por la que
las iglesias locales intervenían en la elección de sus pastores, algo que, en
línea con lo mejor del Vaticano II, pasa por armonizar y operativizar
creativamente la responsabilidad del Papa en garantizar la fe y la comunión eclesial
(“reservatio” y “recognitio” papales) con el cuidado de la sinodalidad y
corresponsabilidad bautismal en la elección y nombramiento de los sucesores de
los apóstoles (“ningún obispo impuesto”).
Un primer paso en esta
deseable armonización y nueva operativización podría concretarse jurídicamente mediante
un sencillo (y, a la vez, revolucionario) cambio del canon 377 & 1: “el
Sumo Pontífice confirma a los Obispos que han sido legítimamente elegidos y, en
circunstancias excepcionales, los nombra libremente”.
Con esta sencilla inversión
de oraciones, lo hasta ahora excepcional (la intervención del pueblo de Dios)
pasaría a ser lo habitual. Y lo, hasta el presente rutinario (nombramientos
impuestos de obispos), sería lo extraordinario.
Un pequeño cambio redaccional
que, además de recuperar lo mejor de la tradición, permitiría hablar de una verdadera
primavera eclesial. Y no sólo (siendo mucho) de una reforma en la cúpula vaticana.
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