Jesús Martínez Gordo
La fe y la revelación cristianas tienen su arco de
bóveda en el triduo pascual, es, decir, en la articulación del grito de
abandono de Jesús el Viernes Santo con el silencio del Sábado Santo y la
explosión de (nueva) vida el Domingo de resurrección.
Ciertamente, es una propuesta difícil (cuando no,
imposible) de comprender para quienes, como los llamados “nuevos ateos”, practican
el fundamentalismo verificacionista (sólo
es real y verdadero lo científico-positivo), pero que tiene la virtud de
iluminar (razonable y propositivamente, por supuesto) la existencia personal y
colectiva y la misma realidad.
Nada que ver,
por tanto, con una credulidad dominada por “la más absoluta de las ficciones”, por
una “voluntad de ceguera que no tiene límites” (M. Onfray) o aficionada a las
“antinomias más arriesgadas y extremas” (P. Flores d’Arcais). Y sí mucho que
ver con el equilibrio permanentemente inestable que, mostrándose en el
Crucificado y Resucitado, funda el
discurso “católico” y su pretensión de verdad, a la vez que ayuda a conocer (y
afrontar) la realidad en su riqueza y complejidad.
1.- El grito de abandono del Viernes
Santo
En los
sinópticos hay dos narraciones de la muerte de Jesús.
Está, en
primer lugar, la narración que cuenta el grito de abandono de Jesús en la cruz:
“Eloi, Eloí, ¿lema Sabactani?”, “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has
abandonado?” (Mc. 15, 33)
Es un grito
que recoge la reacción que habitualmente provoca el perecimiento, es decir, la
ocasión en la que no sólo se experimenta (y padece) la fragilidad de la
existencia humana, sino también la angustia que semejante acontecimiento
provoca. Y más si es injusto y antes de tiempo. En la escatología judía, la
muerte adentra en el sheol, en el lugar en el que imperan (para siempre) el
silencio, las tinieblas y en el que se da un apartamiento total del Dios de la
vida, de la abundancia, de la misericordia y, en definitiva, de la felicidad.
Esta narración
de la muerte no solo se hace cargo de la soledad y del abandono de Jesús en la
cruz (y más, habida cuenta del proceso seguido contra Él), sino también de la
angustia que asalta a todos los humanos cuando tenemos que afrontar (más tarde
o más temprano) una situación semejante. La experiencia indica –a diferencia de
lo que se propone en la dogmática atea- que la muerte es una crítica radical a
toda absolutización de la finitud, así como de los intentos de declararla, como
ingenuamente sostienen los “nuevos ateos”, aproblemática y satisfecha.
Pero junto
con esta narración de la muerte de Jesús, hay otra que enfatiza su inmensa
confianza en Dios Padre. El evangelista Lucas cierra la crucifixión de Jesús
poniendo en su boca estas palabras: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu” (Lc. 23, 45).
La confianza
y la esperanza presiden el drama del calvario, hasta el punto de dar la
impresión de que todo lo demás es secundario y relativo. El mal trago es ya
inevitable, pero deja de ser afrontado como un viaje a la nada y al silencio
para ser vivido como un adentramiento en la morada de la paz, del amor y de la
misericordia definitivas. No es un tránsito hacia el vacío, sino hacia la
plenitud y hacia el fundamento de todo amor y justicia; un amor y una justicia de
las que es posible hablar y por las que es posible trabajar y disfrutar a
partir de sus anticipaciones en la vida y en la historia.
Son, como se
puede apreciar, dos narraciones diametralmente opuestas.
La primera
expresa el modo de perecer de quien afronta la muerte como adentramiento en el
silencio o, en el mejor de los casos, como fusión (y confusión) con el género y
perpetuación en la historia (L. Feuerbach). La desesperación que acompaña este
modo de morir es una crítica radical de toda dogmática que defienda y proponga –como
así sucede entre los “nuevos ateos”- la absolutez, la aproblematicidad y la
capacidad plenificante de la finitud. Es el precio que se ha de pagar por su ingenuo
e imposible prometeísmo antropológico.
La segunda,
presidida por la confianza en Dios (como principio y fundamento del amor que se
anticipa en la vida y en la historia), narra otra manera de enfrentarse a la
muerte. Es un afrontamiento en el que no desaparecen el dolor o la angustia
propios de todo perecimiento, pero está dotándolos de un significado y de un
sentido ignorado en la anterior narración.
Si la
primera de las tradiciones de la pasión cuestiona la dogmática atea, la segunda
avala y confirma la razonabilidad de la escatología cristiana y católica, sin
dejar de reconocer la persistencia del dolor, de la ruptura y de la angustia.
Es una narración que brota de percibir el perecimiento como un segundo
nacimiento, es decir, con su carga de dolor y angustia, pero también como
puerta que abre al reino de la vida, de la paz y de la misericordia definitivas.
La
existencia de estas narraciones plantea dos tipos de cuestiones, de diferente
entidad: la primera, referida a la consistencia histórica de cada una de ellas y,
la segunda, a su veracidad antropológica (y también teológica), algo que sólo
puede ser dilucidado a la luz del Domingo de resurrección. O que, en todo caso,
puede ser razonablemente iluminado por lo acontecido (y percibido) ese día.
2- El silencio del Sábado Santo
El Sábado
Santo es un día aciago para los amantes de los principios de identidad (lo que
“es”, “es”) y, sobre todo, de necesidad (lo que “es” necesita decirse en
palabras), es decir, para los “nuevos ateos” y para sus abuelos
neopositivistas.
Es la
jornada en la que el silencio, el vacío, la oscuridad y la nada (que no pueden
ser llevados al concepto) lo presiden todo y en la que vence lo que “no es”,
mostrando toda su potencia y consistencia. Creyentes y “nuevos ateos” quedan
sumidos en el horror o, por lo menos, en la más absoluta perplejidad.
Queda por
ver si existe algún otro acontecimiento que permita comprender el silencio, el
vacío, la oscuridad y la nada de este día como una previsible e ineludible consecuencia
del abandono padecido el Viernes Santo y, por tanto, como un contundente
triunfo (o no) del silencio que se apoderaría del mismo Dios. El Domingo de
resurrección, una vez más, tiene algo que decir al respecto.
Pero el
Sábado Santo no es sólo el día en que el silencio lo invade y lo “llena” todo.
Según el credo cristiano, es también la jornada en la que Jesús “desciende a
los infiernos”, es decir, en la que la nada se constituye en la única y
definitiva respuesta al grito de Jesús en la cruz. “Descender a los infiernos”
equivale a experimentar hasta el fondo el poder de la muerte y, por tanto, la
fuerza de la nada, del silencio, de la oscuridad y del vacío.
Es cierto
que no faltan autores que interpretan este “descenso a los infiernos” como un
adentramiento en el sheol para sacar a los justos que también moran allí, pero,
dejando al margen la procedencia o no de esta interpretación, el descenso a los
infiernos es, primera y fundamentalmente, la victoria de la muerte, así como la
experimentación de su potencia “en propia carne”.
Quizá, por
ello, no extraña que el Sábado santo sea tan irrelevante teológicamente e,
incluso, litúrgicamente. Asomarse a lo simbolizado por este día nos recuerda la
fragilidad de nuestra finitud y la posibilidad de adentramiento en la oscuridad,
en la nada y en el imperio del horror y de la injusticia como nuestra
definitiva morada. Eso es algo que siempre ha dado vértigo. También en nuestros
días.
3.- La
sorpresa del Domingo de resurrección
El triduo pascual tiene su
cima y su cumbre en el Domingo de resurrección, en el acontecimiento que es
reconocido como “la muerte de la muerte” y, por ello, como el triunfo de la
vida por amor o, lo que es lo mismo, por pura gratuidad.
Es el día de la libertad
(frente a la necesidad y a la identidad de los “nuevos ateos”), de la sorpresa,
de lo insólito, de lo imprevisto e imprevisible. Y lo es, porque en esta
jornada se anticipa el final que nos aguarda, arrojando una luz capaz de
agrietar la angustia de los días anteriores y, a la vez, de fundar esperanzadamente
el abrazo con el Crucificado en los crucificados de este mundo. Nada que ver
con “la pulsión de muerte” que algunos “nuevos ateos” creen reconocer como el
fundamento de la religión ni con su invitación a entender la fe y la revelación
como “celebración de la nada” (M. Onfray).
La anticipación del final,
la capacidad iluminadora de lo percibido como anticipación y el foco
articulador de lo acontecido y experimentado en este día son tres de las claves
fundamentales del Domingo de Resurrección.
La
anticipación del final. La resurrección es percibida, en primer lugar,
como una anticipación en el presente del final (de un final de verdad, bondad y
belleza) que, además de aguardar a todos y a cada uno de los mortales, permite
afrontar esperanzadamente el Viernes Santo (con su prolongación en el grito de
abandono de los calvarios contemporáneos) y el silencio que preside el Sábado
Santo. Anticipación que, desde entonces, forma parte permanentemente del código
existencial de todo cristiano y que es posible experimentar, disfrutar y gozar
en infinidad de “chispazos de eternidad” que atraviesan toda existencia como
verdad, belleza o misericordia inesperada y, a la vez, motivante.
La anticipación de la
resurrección dota a la esperanza en la vida definitiva de una razonabilidad,
por lo menos, igualmente consistente (cuando no, más) a la de otras propuestas
ateas, antiteístas o agnósticas. Es una razonabilidad que —fundada en la
resurrección— permite articular la “apuesta de B. Pascal” (optar que “sí” es
ganar todo) y la llamada “comprobación escatológica” de J. Hick (en la última
curva del camino se sabrá quién tenía razón) y que se caracteriza por no imponer ni la fe ni la esperanza.
Más bien, por proponerlas, dejando siempre abierto un margen muy amplio a la
libertad de decisión, es decir, a la confianza.
La luz que
arroja el final anticipado. Pero del Domingo de resurrección brota, en
segundo lugar, una luz que permite comprender la segunda narración de la muerte
de Jesús (la que enfatiza la confianza en el Padre) como perfectamente
verosímil: desde dicho acontecimiento es posible afrontar el perecimiento y el
compromiso con los crucificados de este mundo en la confianza (y hasta certeza)
de que la muerte no es ni la única ni la decisiva palabra, de que la vida que
ha irrumpido (y justificado) en el Nazareno va a ser la última y definitiva
palabra por amor, es decir, por pura gracia de Dios.
No percibir, vivir o
experimentar (aunque sea ocasionalmente) esta esperanza que funda la
resurrección como anticipación del final en el tiempo presente equivale a tener
todos los boletos para quedarse tirado en la cuneta, por muy buena voluntad que
se pueda tener. En el extremo, el masoquismo puede ser su particular demonio. Y
con él, la tentación de arrojarlo todo por la borda.
El foco
articulador del Domingo. El triduo pascual es, en tercer lugar, una
mostración de la fuerza veritativa, estética y compasiva de la “y” cristiana o
católica ya que todos y cada uno de los tres días deben de ser considerados y
tratados articuladamente entre sí.
Cuando ello no sucede,
cuando se aborda cada día por separado, entonces entran en escena diferentes
extrapolaciones (herejías, dirán los teólogos más clásicos): el dolorismo
(Viernes Santo), el apofatismo (Sábado Santo) y la ingenuidad —frecuentemente,
postmoderna— de creer que se ha llegado al final de la historia y que todo es
felicidad y plenitud sin dolor y sin silencio (Domingo de resurrección).
El misterio cristiano es
articulación de todos y de cada uno de los tres días a partir de la centralidad
del Domingo, es decir, de la resurrección del Crucificado y de la esperanza que
activa. Una esperanza asentada en la memoria del Crucificado que se actualiza
en los crucificados de este mundo (y de los todos los tiempos) y que se
anticipa en el presente como “chispazos” de verdad, belleza y misericordia, es
decir, de Vida definitiva.
Nada que ver con un
discurso plano y de corto vuelo. Aunque sea en nombre del fundamentalismo verificacionista
o cientifista al que se abonan los “nuevos ateos”.
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