Será un camino largo y difícil en la
decrépita Europa
Editorial de Giuliano Ferrara
Il Giornale
Me permito una divagación
navideña sobre la interrupción voluntaria del embarazo o aborto. No lo tendría
que hacer porque son muchos los que están en radical desacuerdo con lo que
pienso, porque la cuna del Niño en el portal de Belén sugiere ideas más
reposadas de alegre cohesión y no de enfrentamientos radicales, porque muchas
veces parece que el asunto está en vías de solución con alguna que otra
estadística más o menos edulcorada sobre la “reducción” del número de abortos y
porque, además, parece que en Asia están volviendo a permitir, ¡qué magnanimidad! el nacimiento de millones de pequeñas y frágiles niñas hasta ahora aniquiladas por la política del hijo único.
porque, además, parece que en Asia están volviendo a permitir, ¡qué magnanimidad! el nacimiento de millones de pequeñas y frágiles niñas hasta ahora aniquiladas por la política del hijo único.
Sin embargo, os invito a contar hasta 118.359, uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete, ocho, hasta al final de la serie numérica, sin saltarse ni
una sola cifra contable, y pensar que éste es el número de abortos practicados en España durante 2011. Son pocos,
dicen. ¿Pocos?
El gobierno conservador de Mariano Rajoy quiere que las Cortes aprueben una
ley que reintroduce el delito de aborto inducido, con la excepción del estupro
o de un inminente, claro, presente y objetivo peligro para la salud psicofísica
de la mujer embarazada. La sanción penal
no va dirigida contra la mujer embarazada, sino contra el personal médico que
lo practica al margen de la casuística establecida para proteger al concebido
o al nasciturus, llámese como se quiera a este embrión en desarrollo que la
ciencia y la fotografía nos muestran en su individualidad irrepetible para vergüenza
de los charlatanes enfadados que lo niegan.
La mujer, dice la ley, es siempre la
víctima en todo este asunto. No es sujeto del
derecho a la libertad, como pretende la ideología de género y un antiguo
feminismo radical travestido de humanitarismo y de eugenesia para salvar
ecológicamente el Planeta de la superpoblación, sino objeto de una convención
social moralmente sorda, por definición, “machista”, según la cual tenemos que
librarnos (sea como sea) de las incomodidades y, como mucho, le ha de tocar a
ella soportar las consecuencias, incluso en la soledad perfecta del aborto
químico (y clandestino), vía píldora RU486.
Píldora que obliga a la mujer embarazada a practicar el aborto por sí
misma, quizá con el pretexto de evitar lentitudes o la intocable objeción de
conciencia, y que reintroduce el aborto clandestino, algo que fue la bandera de
la campaña abortista de los años setenta (una ley permisiva nos liberará de las
parteras). Ahora el círculo se cierra y todas son invitadas a ser parteras de
su propia causa.
El círculo de la mentira se ha cerrado finalmente. Llámeselo salud reproductiva
o tutela social de la maternidad, lo cierto es que este asunto se ha resuelto
(a pesar de las buenas intenciones) en una
desconcertante prueba de hipocresía de la Italia tanto católica como descreída:
la ley abortista autoriza el castigo
del niño no nacido y de la mujer embarazada y borra el delito social de que el concebido y la mujer embarazada que lo
lleva en su seno son inocentes. Más aún: transfiere dicha inocencia a la sociedad machista, poderosa, partidaria
del descarte y amante del consumo, que se tapa las orejas y se cierra los ojos,
que no quiere oír ni ver la obscenidad que
se está cometiendo porque es radicalmente culpable.
El Estado está facultado para facilitar la “tutela social de la maternidad”.
Esto es algo que ya se puede encontrar en las premisas traicionadas de la ley 194
de los años setenta. Pero, a partir de ahora, es posible de una nueva manera,
como se piensa hacer en España: exigiendo
el respeto riguroso del principio de realidad según el cual un acto de amor engendra
un ser humano completamente. Y esto es algo que queda a la espera de ser
comprobado en la realidad. Mientras que un gesto de odio nihilista hacia sí
mismo y hacia los demás impide que la generación se cumpla, en el doble dolor
físico y moral de la madre fallida y del hijo fallido.
El Estado que no se miente a sí mismo, y que, en este sentido, es parte de
una sociedad capaz de autogobernarse y de darse criterios de una vida vivible y
libre, favorece las adopciones, como
así sucedía con la medieval rueda del portón de los conventos; impone políticas
públicas de disuasión; hospeda en
cementerios adecuados (y no en “body bags” con el texto “desechos
hospitalarios”) los fetos arrancados en los raros casos en los que un aborto se
haga necesario; asigna dinero para la investigación
de las enfermedades genéticas, y proporciona mucho dinero, mucho más, para
persuadir, explicar, convencer
comunitariamente, sin anular nunca la libre responsabilidad de los
individuos “hasta que no se lesione la libertad de los demás”, es decir, la
libertad de nacer.
De entre las pocas experiencias de santidad laica que existen, contamos con
la de Paola Bonzi en Mangiagalli (Milán), donde millares de niños han sido salvados
(y también muchísimas madres) de la irreflexiva decisión de abortar gracias a
la acogida afectiva, a la conversación fraterna y cercana. Esta experiencia tendría que convertirse en leyenda y mito, en vez de
ser olvidada y humillada en favor de las tonterías sobre la libertad
reproductiva.
Así pues, la España de Rajoy está en disposición de enseñar (y el camino será
largo y difícil) que se puede seguir
combatiendo, también en la decrépita Europa, el horror de una secularización
como religión de la nada, como experiencia anticristiana. Ésta es una
posición que nada tiene que ver con la del Vaticano (como se puede apreciar en muchas
señales, incluso por parte del pontífice), porque concierne laicamente a la razón que, fundada en el cuidado por las
cosas (y en los fieles, por la fe), nos habita a todos nosotros.
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