viernes, 27 de diciembre de 2013

Por qué rechazar el aborto hace renacer el sentido común


Será un camino largo y difícil en la decrépita Europa




Editorial de Giuliano Ferrara
Il Giornale


Me permito una divagación navideña sobre la interrupción voluntaria del embarazo o aborto. No lo tendría que hacer porque son muchos los que están en radical desacuerdo con lo que pienso, porque la cuna del Niño en el portal de Belén sugiere ideas más reposadas de alegre cohesión y no de enfrentamientos radicales, porque muchas veces parece que el asunto está en vías de solución con alguna que otra estadística más o menos edulcorada sobre la “reducción” del número de abortos y
porque, además, parece que en Asia están volviendo a permitir, ¡qué magnanimidad! el nacimiento de millones de pequeñas y frágiles niñas hasta ahora aniquiladas por la política del hijo único.

Sin embargo, os invito a contar hasta 118.359, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, hasta al final de la serie numérica, sin saltarse ni una sola cifra contable, y pensar que éste es el número de abortos practicados en España durante 2011. Son pocos, dicen. ¿Pocos?

El gobierno conservador de Mariano Rajoy quiere que las Cortes aprueben una ley que reintroduce el delito de aborto inducido, con la excepción del estupro o de un inminente, claro, presente y objetivo peligro para la salud psicofísica de la mujer embarazada. La sanción penal no va dirigida contra la mujer embarazada, sino contra el personal médico que lo practica al margen de la casuística establecida para proteger al concebido o al nasciturus, llámese como se quiera a este embrión en desarrollo que la ciencia y la fotografía nos muestran en su individualidad irrepetible para vergüenza de los charlatanes enfadados que lo niegan.

La mujer, dice la ley, es siempre la víctima en todo este asunto. No es sujeto del derecho a la libertad, como pretende la ideología de género y un antiguo feminismo radical travestido de humanitarismo y de eugenesia para salvar ecológicamente el Planeta de la superpoblación, sino objeto de una convención social moralmente sorda, por definición, “machista”, según la cual tenemos que librarnos (sea como sea) de las incomodidades y, como mucho, le ha de tocar a ella soportar las consecuencias, incluso en la soledad perfecta del aborto químico (y clandestino), vía píldora RU486.

Píldora que obliga a la mujer embarazada a practicar el aborto por sí misma, quizá con el pretexto de evitar lentitudes o la intocable objeción de conciencia, y que reintroduce el aborto clandestino, algo que fue la bandera de la campaña abortista de los años setenta (una ley permisiva nos liberará de las parteras). Ahora el círculo se cierra y todas son invitadas a ser parteras de su propia causa.

El círculo de la mentira se ha cerrado finalmente. Llámeselo salud reproductiva o tutela social de la maternidad, lo cierto es que este asunto se ha resuelto (a pesar de las buenas intenciones) en una desconcertante prueba de hipocresía de la Italia tanto católica como descreída: la ley abortista autoriza el castigo del niño no nacido y de la mujer embarazada y borra el delito social de que el concebido y la mujer embarazada que lo lleva en su seno son inocentes. Más aún: transfiere dicha inocencia a la sociedad machista, poderosa, partidaria del descarte y amante del consumo, que se tapa las orejas y se cierra los ojos, que no quiere oír ni ver la obscenidad que se está cometiendo porque es radicalmente culpable.

El Estado está facultado para facilitar la “tutela social de la maternidad”. Esto es algo que ya se puede encontrar en las premisas traicionadas de la ley 194 de los años setenta. Pero, a partir de ahora, es posible de una nueva manera, como se piensa hacer en España: exigiendo el respeto riguroso del principio de realidad según el cual un acto de amor engendra un ser humano completamente. Y esto es algo que queda a la espera de ser comprobado en la realidad. Mientras que un gesto de odio nihilista hacia sí mismo y hacia los demás impide que la generación se cumpla, en el doble dolor físico y moral de la madre fallida y del hijo fallido.

El Estado que no se miente a sí mismo, y que, en este sentido, es parte de una sociedad capaz de autogobernarse y de darse criterios de una vida vivible y libre, favorece las adopciones, como así sucedía con la medieval rueda del portón de los conventos; impone políticas públicas de disuasión; hospeda en cementerios adecuados (y no en “body bags” con el texto “desechos hospitalarios”) los fetos arrancados en los raros casos en los que un aborto se haga necesario; asigna dinero para la investigación de las enfermedades genéticas, y proporciona mucho dinero, mucho más, para persuadir, explicar, convencer comunitariamente, sin anular nunca la libre responsabilidad de los individuos “hasta que no se lesione la libertad de los demás”, es decir, la libertad de nacer.

De entre las pocas experiencias de santidad laica que existen, contamos con la de Paola Bonzi en Mangiagalli (Milán), donde millares de niños han sido salvados (y también muchísimas madres) de la irreflexiva decisión de abortar gracias a la acogida afectiva, a la conversación fraterna y cercana. Esta experiencia tendría que convertirse en leyenda y mito, en vez de ser olvidada y humillada en favor de las tonterías sobre la libertad reproductiva.


Así pues, la España de Rajoy está en disposición de enseñar (y el camino será largo y difícil) que se puede seguir combatiendo, también en la decrépita Europa, el horror de una secularización como religión de la nada, como experiencia anticristiana. Ésta es una posición que nada tiene que ver con la del Vaticano (como se puede apreciar en muchas señales, incluso por parte del pontífice), porque concierne laicamente a la razón que, fundada en el cuidado por las cosas (y en los fieles, por la fe), nos habita a todos nosotros.

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