Jesus
Martínez Gordo
La designación
de nuevos obispos en los próximos meses en algunas diócesis españolas reabre, por
enésima vez, el problema de la participación del pueblo de Dios en la elección
y nombramiento de sus prelados: cada día se recupera más y más la convicción
(fundada teológicamente, además, de en la tradición) de que se ha de nombrar al
presidente de las iglesias locales escuchando el parecer de los directamente concernidos.
Al Papa S.
Celestino I (422-432) se debe lo que, desde el siglo V, es un criterio rector
incuestionable en la organización de la vida eclesial: ningún obispo debe ser
impuesto. Esta proclama ha sido puesta en práctica de diferentes maneras a lo largo
de la historia hasta que una insoportable injerencia de los poderes civiles y
la influencia de la eclesiología protestante (negadora del sacramento del
Orden) acabaron suplantando y pervirtiendo la legítima participación del pueblo
de Dios.
La reserva papal. Tales injerencia y
eclesiología llevaron a que el obispo de Roma se reservara dicho el derecho de
elección en exclusiva y que lo hiciera movido por la urgencia ineludible de
defender la libertad de los prelados (y de la Iglesia), a la vez que el
sacramento del Orden como ministerio constitutivo y constituyente de la Iglesia
católica. Sólo así se garantizaba debidamente la fidelidad de los sucesores de
los apóstoles única y exclusivamente al Evangelio y sólo así se preservaba, al
menos formalmente, la apostolicidad de la Iglesia católica.
La realidad
fue que, a pesar de esta claridad teológica, el papado tampoco fue capaz de quitarse
de encima la intervención de las autoridades civiles en el nombramiento de los
obispos. Los Concordatos y diferentes clases de Acuerdos firmados con muchos
países dan fe de ello.
La superación del galicanismo. Esta
indeseable situación explica que el concilio Vaticano II sostuviera con
claridad meridiana la libertad de la comunidad cristiana para elegir sus
obispos, sin consentir transacción alguna con las autoridades civiles (CD 20).
De ello se hace eco el mismo código de derecho canónico de 1983 cuando proclama
que “en lo sucesivo no se concederá a las autoridades civiles ningún derecho ni
privilegio de elección, nombramiento, presentación y designación de Obispos”
(377 & 5). Los padres conciliares eran conscientes de que la crisis
galicana estaba superada y que, por ello, la intromisión de la autoridad civil
en la elección de los obispos era algo que tenía que pertenecer, cuanto antes, al
pasado, aunque quedaran restos de ella en el presente.
Es esta voluntad
la que explica su decisión de respetar el privilegio de presentación de obispos
sólo allí donde se hubiera pactado y su llamada a renunciar al mismo tal y como
sucedía por aquellos años en la iglesia española… Y como actualmente sigue sucediendo
en la laica Francia, uno de los pocos países que todavía interviene en la
elección de los obispos de Alsacia y Lorena
En el
procedimiento acordado con la
Santa Sede el 7 de junio de 1941 para el nombramiento de
obispos en España se seguían los siguientes pasos: el Ministerio de Asuntos
Exteriores, en contacto con la Nunciatura, proponía seis candidatos al
Vaticano; la Santa Sede
escogía a tres y, finalmente, el Gobierno español elegía a uno de esos tres
que, normalmente, era el primero de la terna.
Pablo VI
solicitó –en aplicación del Concilio- que el Estado Español renunciara al
privilegio de presentación en abril de 1968. F. Franco contestó dos meses después
argumentando que no era un derecho de presentación sino de negociación, querido
en su día por la Santa Sede
e inscrito en un Concordato. Si se cambiaba este punto, sería preciso ir a la
negociación de uno nuevo.
Una vez
instaurada la democracia, será el marqués de Mondéjar quien entregue la misiva
de renuncia el año 1976. Así se daba por concluido un privilegio que (ejercido
desde el siglo XV, e interrumpido en la segunda república) había sido retomado
en el régimen franquista.
La identidad del ministerio ordenado. Además,
los padres conciliares tuvieron un exquisito cuidado en reconocer el sacerdocio
común de los fieles sin confundirlo con el sacerdocio ministerial (diaconado,
presbiterado y episcopado). Como también lo tuvieron en diferenciar ambos
sacerdocios señalando la existencia de una ineludible separación entre ellos,
no solo de grado, sino fundamental. Al proceder de esta manera, abrían una vía
de aproximación a lo mejor de las aportaciones de las iglesias evangélicas sin
renunciar, por ello, a la singularidad del sacramento del Orden en la
catolicidad: el ministro (particularmente, el sacerdote y el obispo) no es un
simple delegado de la comunidad –como así sucede en la eclesiología evangélica-
sino sacramento de Cristo. Y lo es por la imposición de manos, la invocación
del Espíritu y la presidencia de una Iglesia local.
El Vaticano II
tenía claro que el reconocimiento del sacerdocio común no diluía –y, menos,
aparcaba- la identidad cristológica del ministerio ordenado. Y, a la vez, que
la afirmación de la singularidad del ministerio ordenado era perfectamente
articulable con el sacerdocio de todos los bautizados. Tal proclamación no
ocultaba ni disolvía el sacerdocio común de todos los fieles cristianos.
El protagonismo de todos los bautizados.
A la luz de estas aportaciones conciliares, no es extraño que haya reaparecido
en el postconcilio la exigencia de recuperar el protagonismo que
tradicionalmente ha desempañado el pueblo de Dios en la elección de sus
obispos.
Semejante
reclamación no se efectúa por simple mimetismo con las maneras de proceder en
las democracias formales burguesas, sino como consecuencia de haberse superado
las injerencias de los poderes civiles que provocaron la congelación de tal
derecho de la comunidad y su reserva en la Sede Primada de Roma.
Y, sobre todo, porque el Vaticano II ha recuperado para todos los bautizados
una dignidad eclesial que se hace creíble ejerciendo la corresponsabilidad en
los asuntos que afectan a la comunidad cristiana y, por tanto, participando en
la elección y nombramiento de los obispos.
Al exigir la recuperación
de tal derecho se pide que la sede primada sea fiel a una tradición
multisecular y que ocupe el papel que realmente le corresponde en la comunión
eclesial: velar porque los candidatos presentados o legítimamente elegidos para
ser ratificados presenten un perfil conforme con el Evangelio.
Es hora –se
recuerda en muchas comunidades cristianas- de dar la voz al pueblo de Dios en
cuestiones que afectan a la vida ordinaria y, sobre todo, en aquellas
decisiones que comprometen su futuro a medio y largo plazo. Tal es el caso de
la elección del obispo que les ha de presidir.
Ésta es la
argumentada convicción que asiste a la gran mayoría de las iglesias locales
cuando piden intervenir en el nombramiento de sus obispos. Es una demanda que
tiene raíces muy hondas en la tradición eclesial y que se ha reactivado tras la
finalización del concilio Vaticano II.
Éste es,
igualmente, el contexto social y eclesiológico en el que entender el legítimo (y
teológicamente fundado) malestar de la gran mayoría de los miembros que
integran los consejos diocesanos de pastoral y del presbiterio de la inmensa
mayoría de las diócesis (por tanto, no de todas) cuando la sede primada nombra obispos
sin consultarles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Identifícate con tu e-mail para poder moderar los comentarios.
Eskerrik asko.