“Buscarás la justicia y sólo la justicia” (Deut. 16,20)
Jose Ignacio González Faus
Actualidad Bibliográfica 99 (2013) 5-17
III.- LECCIONES DE LA CRISIS PARA EL FUTURO
Reinhardt Marx, El Capital. Un alegato a favor de la Humanidad. Barcelona 2011.
Ironías de la vida: en Trier (ciudad natal de Karl Marx) hubo hace poco un obispo llamado también Marx (hoy arzobispo de Münich) que es economista y, además de manifestarse públicamente contra la guerra de Irak, nos regala otro libro con igual título que el de su homónimo: “El Capital”. Con cierto sentido del humor, el libro lleva como prólogo una carta de este Marx a ese tatarabuelo nominal donde, tras manifestarle pocas simpatías, el arzobispo se pregunta, no obstante, si su antepasado no tendría razón en una larga serie de cosas.
Esas cosas confluyen en dos puntos:
a) que también en economía, mi libertad termina donde comienza la libertad del otro. Y
b) que, junto al llamado imperativo tecnológico (aquello que se puede hacer hay que hacerlo), nos domina otro “imperativo económico” (cuando algo produce beneficios hay que hacerlo), sin consideraciones humanistas o morales en ninguno de los dos casos.
Así, un buitre norteamericano compró por 3 millones de dólares, una deuda que tenía Zambia con Rumanía para comprar material agrícola, por valor de 15 millones. Pronto Zambia se demoró en el pago, y nuestro amigo acudió a un tribunal de Londres que condenó al país africano a pagar 17 millones. Cuando la BBC le preguntó si no sentía escrúpulos por ello responde: “No es culpa mía. Yo lo único que he hecho ha sido una inversión”. (138-39). Una “inversión” de los más elementales valores humanos, cabría aclarar…
El libro de este Marx-B resulta una apología de Amartia Sen y de O. Nell-Breuning, de la “economía social de mercado” y de la Doctrina Social de la Iglesia que el autor viene a resumir en que “la solidaridad y la subsidiariedad son principios fundamentales de configuración de la sociedad” (p. 180). Con todo, no llega a decir que esa DSI es inaplicable en nuestro sistema y, por tanto, o hay que cambiar el sistema o la DSI no vale para nada. Algo que el mismo autor reconoce cuando afirma que considerar al trabajo como una mercancía más, sometida “a las leyes supuestamente inquebrantables del mercado” es incompatible con la DSI (p. 123).
Tiene de positivo que estructura toda la lucha por la justicia en torno a la idea de libertad, mucho más audible en nuestro mundo, y central también en K. Marx. Pero leamos: “No conozco ningún ejemplo histórico en que una economía libre de mercado sin una cierta intervención y regulación por parte del Estado, haya sido beneficiosa en algún lugar del mundo para los pobres” (83). O: “cuando el estado interviene… para asistir a la parte más débil, lejos de menoscabar la libertad lo que hace es abrir más espacios a la libertad” (82). Y esas intervenciones incluirían, como mínimo, ”la redistribución de la renta, el crecimiento económico sostenido, la lucha contra el desempleo y la protección del medio ambiente” (95).
Aleccionador es el capítulo 6 donde narra la historia de toda la crisis del 29, y deja al lector boquiabierto al ver cómo se repite la historia y qué poco aprendemos los hombres. Aquella crisis comenzó con una burbuja (no de vivienda sino de acciones), negada como tal por los grandes gurus de la época. Se comenzaron a aplicar las mismas políticas que hoy, con resultados calamitosos: tanto que, en el inglés norteamericano, apareció la palabra “hoovervilles” (aludiendo al presidente Hoover -como si hoy dijéramos Rajoyburbios-) para designar todos los barrios creados por el rápido aluvión de miseria. Hasta que Roosevelt propuso el famoso “New Deal”, ganó con él las elecciones (1932) y, aun con errores, comenzaron a arreglarse las cosas…
Hoy necesitamos otro “new deal” a escala mundial, y los políticos que “optan por dar prioridad a los intereses nacionales por muy ‘comprensibles’ que sean, parten de una base artificial y falsa (p. 264). Porque la crisis actual puede no ser tan grave como la del 29, pero “la cuestión social” es hoy más grave que nunca, porque ya no se trata de los que están arriba y los que están abajo sino de exclusión: los que están dentro y los que están fuera (p. 111). Por eso, el obispo fustiga al FMI por no conocer, ni antes ni ahora, más políticas que las que agravan los problemas sociales (p. 269). También denuncia a “muchas Facultades de ciencias económicas donde los estudiantes sólo aprenden a realizar complicados cálculos econométricos”, sin aprender conocimientos fundamentales (p. 292).
La conclusión es que “el fantasma de Karl Marx saldrá de la tumba para perseguirnos” (299), a menos que seamos capaces de responder al desafío del momento. Pero esa respuesta supondría -¡como mínimo!- acabar tanto con el desempleo europeo como con el empleo indigno (working poor) norteamericano (p. 193). Lo cual, en mi opinión, vuelve muy probable la reaparición de ese temido fantasma, porque se trata de algo casi imposible para nuestro sistema.
Personalmente me siento un poquito más a la izquierda que este obispo porque mi visón del hombre no privilegia el aspecto individual sobre el social (como él parece decir), sino que equipara a ambos en la línea de E. Mounier. Y también porque le falta una reflexión sobre el “derecho de propiedad” según la moral católica. También echo de menos referencias por ejemplo a D. Schweickahrt y a su democracia económica. Pero si la Iglesia tuviera hoy una larga serie de prelados como éste, en lugar de esa especie de “tea party” episcopal que parece buscar la curia romana, daría al mundo un rostro mucho más creíble del Evangelio.
En cualquier caso, ese “fantasma de Marx” parece salir de la tumba en el libro siguiente.
TERRY EAGLETON, Por qué Marx tenía razón, BARCELONA 20112.
Buen libro, de lectura además agradable por el desenfado y la ironía británica de su autor. Pretende exponer “no la perfección de las ideas de Marx, sino su plausibilidad” (p. 11) aunque, en mi opinión, sobrepasa esa pretensión.
Después de Jesús (y con las debidas distancias) quizá no haya habido persona que haya sido, a la vez, seguida con más pasión y denostada con mayor rabia. Por eso el autor intenta hacer un recorrido sereno, reconociendo los innegables méritos de Marx pero también sus errores, las cuestiones que dejó abiertas, y las atrocidades hechas apelando a su enseñanza (y de las que es tan responsable como puede serlo Jesús de los crímenes del cristianismo).
Su afirmación central es que el marxismo constituye “la más perspicaz, rigurosa y exhaustiva” crítica del capitalismo (p. 15). Por ser eso, tanto el marxismo como los médicos y los feminismos, aspiran a acabarse. Pero mientras existan, será señal evidente de que continúa habiendo enfermos, opresiones de género e injusticias sociales. No obstante, el libro está dedicado más a la filosofía social que a los análisis económicos de Marx, supongo que porque muchos desacreditan éstos a partir de aquella.
En opinión del autor, el marxismo no aparece hoy derrotado por un triunfo del capitalismo sino por la desesperación de éste tras el boom de la postguerra y la creación de un estado social por miedo al comunismo ruso. Esa desesperación envalentonó al sistema y acabó haciendo creer a muchos marxistas que éste era invencible, dado que “aunque no tuviera la razón tenía los tanques”… Ejecutores de esa desesperación fueron Reagan y Thatcher “quienes ayudaron… a fortalecer el brazo represor del estado y a capitanear una nueva filosofía social: la de la más descarada codicia” (18-19). Desde entonces, el sistema tiene más poder que nunca para “propagar el cretinismo cultural, impulsarnos a la guerra, conducirnos como ganado a campos de trabajos forzados… y erradicarnos del planeta” (21).
Ello pone en primer plano la filosofía social y lleva al autor a preguntarse: “por qué continuamos consintiendo el mito que abona la vana esperanza de que la fabulosa riqueza generada por el modo de producción capitalista acabará llegándonos a todos tarde o temprano” (23) cuando, por ejemplo, un solo ciudadano mexicano tiene más dinero que 17 millones de compatriotas suyos juntos. Por eso busca dar una respuesta a todas las acusaciones hechas al comunismo, tratando de mostrar cuál era el pensamiento de Marx en cada uno de esos puntos. Y resulta muy convincente aunque alguien pueda preguntar si no será una lectura de un visionario alemán filtrada por el pragmatismo inglés.
Voy a detenerme más exponiendo un poco acusaciones y respuestas.
1.- A las acusaciones clásicas contra los países comunistas responde el autor reconociendo su verdad. Pero a) las acompaña de otra serie de acusaciones a los males causados por el capitalismo (ayer y hoy, y no sólo económicas sino políticas y humanas) las cuales se mencionan menos porque hoy es el sistema triunfante. b) Esas acusaciones desconocen también todo el bien que aportaron en sus principios la revolución rusa y china. A pesar de todo no tiene inconveniente en reconocer que “las ganancias del comunismo difícilmente superan sus pérdidas” (29) como ocurre también en el capitalismo. Pero añade c) que “Marx jamás imaginó que el socialismo fuera realizable en condiciones de especial pobreza” (28) ni creyó eso ningún marxista hasta que llegó Stalin: porque el resultado sólo sería la reaparición “de la misma mierda de siempre” (29: cita literal de La ideología alemana). Tampoco imaginaron los marxistas en ningún momento que fuera posible alcanzar el socialismo en un solo país (29); ese fue otro invento de “la monstruosa caricatura del socialismo conocida como estalinismo” (32). Juzgar, pues, el socialismo por los resultados alcanzados en un único país “sería como extraer conclusiones sobre la raza humana a partir de un estudio sobre los psicópatas de Kalamazoo en Michigan” (29). Marxistas como Trotski “fueron muy críticos con la economía planificada” (36); lanzaron desde el primer momento, a las sociedades llamadas comunistas, críticas mucho más profundas que las hechas en Occidente; y predijeron, además, que si aquel sistema caía “era muy posible que lo hiciera en manos de un capitalismo predatorio” (34) como de hecho ocurrió.
Pero para Marx, “los mercados no son ni mucho menos privativos del capitalismo”, pese a que el cambio climático es “el mayor fallo de mercado de la historia” (28). Un socialismo de mercado “imagina un futuro en el que los medios de producción serían de propiedad social, pero donde existirían cooperativas autogestionadas que competirían entre sí en el mercado” (35). Hay aquí un amplio debate ulterior que el autor deja abierto, no sin dedicar unas páginas a esos medios de comunicación de propiedad privada que Marx no conoció (“no tuvo nunca que vérselas con Fox News ni con el Daily Mail, por ejemplo”: 58), y en los cuales “un puñado de matones avariciosos y ávidos de poder dictan… aquello que consideran que el público debe creer y opinar, o (lo que es lo mismo) las propias opiniones interesadas de esos pocos y el sistema que apoyan” (40).
2.- Tampoco es cierta la acusación de que Marx era un determinista, aunque tenga bastantes expresiones que pueden sonar así y a pesar de su optimismo voluntarista. Pero Marx sabía bien que “el determinismo histórico invita al quietismo político” (56) y que “la historia no se sirve de los hombres como un medio para sus propios fines” (60). El mismo grito posterior “socialismo o barbarie” muestra que en la historia hay, sí, posibilidades abiertas pero no necesariamente usos correctos de ellas. El capitalismo por tanto no es un paso previo necesario que conduce inevitablemente al socialismo; sólo cabe decir que “genera una enorme riqueza, pero lo hace de tal modo que inevitablemente la coloca fuera del alcance de la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas” (67-68).
Las respuestas a esta objeción entran en largas reflexiones filosóficas ajenas a la intención de estas páginas, hasta vislumbrar “una cierta analogía con la interrelación cristiana entre la providencia divina y el libre albedrío humano” (55). Tampoco es Marx demasiado original en la mayoría de sus conceptos y afirmaciones (hechas ya antes de él), salvo quizá en la vinculación entre “fuerzas de producción” y “relaciones de producción”. De hecho Marx creía que “solo con el capitalismo puede crearse suficiente excedente como para que sea posible la abolición de la escasez (y con ella de la lucha de clases). Pero únicamente el socialismo puede llevar a cabo eso en la práctica” (54).
3.- Marx tampoco era un utopista iluso: combatió con rudeza a los socialistas utópicos y sería más fácil acusarle de una vaguedad imperdonable. Tampoco los profetas bíblicos pretendían predecir el futuro sino denunciar el presente, y “Marx era un profeta, no un vidente” (74). Para Marx, el futuro no está en el presente como el pollito en el huevo sino como un marco de posibilidades diversas, abierto y limitado a la vez. Cosa distinta es afirmar que el socialismo representa “una ruptura con el presente” (80), con este presente injusto y cruel; y eso sí que lo pensaba Marx. Pero, al igual que la naciente Ilustración, “es más bien el capitalismo, no el marxismo, el que comercia con futuros”, mediante sus “expertos adivinos” que pronostican ganancias seguras (73-74).
En sustancia, “la idea que Marx tiene de la emancipación rechaza tanto las continuidades sin sobresaltos como las rupturas totales. En ese sentido puede decirse de él que es una criatura de lo más raro: “un visionario que es, además, un sobrio realista” (83). De lo que se trata en definitiva es de que los individuos no sean “libres de echarse al cuello los unos de los otros, como en la sociedad liberal, sino capaces de realizarse en y a través de la realización de otros individuos“(91), aun sabiendo que “jamás podrá haber una conciliación completa entre individuo y sociedad” (92). A eso aspira por ejemplo “el concepto de cooperativa autogestionada, unidad productiva clave del futuro según Marx” (93).
El socialismo pretende ser, como la democracia, una salvaguarda de muchos posibles abusos de la maldad humana, que puede funcionar mejor o peor. Si Max es muy pesimista respecto al pasado se debe a que “los pensadores pesimistas prestan un mayor servicio a la emancipación humana que los ingenuamente optimistas” dado que “atestiguan una injusticia que pide a gritos un remedio”. Pero es más optimista respecto al futuro porque “la mayor parte de ese funesto historial acumulado no era culpa nuestra” sino, en parte al menos, de unas estructuras sociales imperfectas (102-103). En todo caso, el autor termina haciendo suya la afirmación de Th. Adorno: “Marx fue un enemigo de la utopía por el bien de la realización de ésta” (109).
Fundamentales en este modo de argumentar son tres presupuestos: a) Marx creía (contra nuestra posmodernidad líquida) que existe “una naturaleza humana”, lo que quiere decir: un campo de posibilidades que acaba siendo limitado. b) Creía, así mismo, que la igualdad no es uniformidad, no es “tratar del mismo modo a todo el mundo sino ocuparse por igual de las necesidades diferentes de todos” (108): porque “una persona no tiene libertad para ser lo que quiera cuando, al mismo tiempo, se está muriendo de hambre o ve impedido su crecimiento moral por una vida entera de trabajo pesado y casi insoportable” (97). Y c) Otro presupuesto importante es la noción de clase media tan elogiada por Marx porque no es ni opresora ni oprimida; un detalle que sus enemigos prefieren ignorar (107). Esa fue toda su utopía[1].
4.- Marx tampoco era un reduccionista económico. Que “sin producción material no puede haber civilización” lo acepta todo el mundo. Pero Marx pretende decir algo más: “dicha producción es la que determina en última instancia la naturaleza de cualquier civilización” (110). Sin embargo, como Engels se cansó de repetir, esto no significa ni “que las fuerzas económicas sean el único determinante” (111), ni que esa determinación sea una causa mecánica: determinar significa “fijar unos límites al tipo de instituciones culturales, legales políticas y sociales que se construyen” (116).
En este sentido, hay una doble dirección entre la “base económica” y la “superestructura”; pero sigue siendo verdad que, grosso modo, las ideas dominantes provienen de la clase que constituye la fuerza dominante en la sociedad (117). Esto lo va haciendo más evidente el paso del tiempo y pone de relieve que el verdadero reduccionista económico es el capitalismo[2]. Infinidad de testimonios, desde Rousseau hasta algunos “antisocialistas furibundos” (119) coinciden en esto.
En cambio, lo que buscaba Marx era precisamente acabar con una producción hecha sólo por raíces económicas para pasar a una producción “por sí misma”: por el placer creador o la realización personal[3]. Pues el trabajo no puede ser “una pura cuestión técnica o material”, dado que “los seres humanos somos unos animales “significantes” (122). A eso es a lo que en Grecia se llamaba “praxis” y de ahí tomó Marx la palabra.
En resumen, lo que Marx cree es que “sólo lo económico, entendido en su sentido restringido, nos permitirá trascender lo económico” (126). Y esa trascendencia es precisamente lo que el capitalismo impide.
5.- Marx tampoco era un materialista: las cuestiones puramente especulativas le interesaban poco. Lo que hizo fue (en línea aristotélica) apartarse tanto de una filosofía meramente contemplativa como de un materialismo dominante que reduce los humanos a pura materia manejable, para pasar a un materialismo superior que reconoce que los seres humanos “somos antes que nada materiales y corporales, pero no sólo eso”: somos sobre todo agentes[4]. Por tanto: que la conciencia humana sea corpórea “no quiere decir que no sea otra cosa más que cuerpo físico” (130). Este modo de ver (y no los dos anteriores) toma en cuenta la existencia de los demás seres humanos, tan vinculada a cuestiones centrales como las de la necesidad o el deseo: pues “a través de los otros nos convertimos en lo que somos” (134).
Pero Marx no podría haber sido un pensador de la historia si no diera una importancia decisiva al espíritu. Lo que quiere decir es que las necesidades físicas no sólo nos hacen pensar[5], sino que además “moldean nuestra forma de pensar“ (143). Y moldean no quiere decir que producen sino que “si examinamos el derecho, la política, la religión, la educación y la cultura de las sociedades de clases, descubriremos que la mayor parte de lo que hacen sirve de apoyo al orden social imperante” (150). Pero “el marxismo no es una teoría de todo” (148)[6].
En conclusión: al igual que en la tradición bíblica (o en Aristóteles), lo espiritual, para Marx, “tiene que ver con dar de comer al hambriento, acoger a los inmigrantes y proteger a los pobres de la violencia de los ricos” (139). Ese es su “materialismo”.
6.- Tampoco tiene una teoría ya obsoleta de la lucha de clases, que ya no valdría hoy porque se ha producido una difuminación entre la clase obrera y las clases medias (168). Pero las clases no se acaban porque los explotadores dejen de llevar corbata o vistan con vaqueros y zapatillas de tenis. Por eso es ridículo (por no decir algo más fuerte) que “haya en Occidente quienes buscan con evangélico fervor difundir la democracia liberal por el resto del planeta, en el preciso momento en que el destino del mundo está siendo determinado por un puñado de grandes empresas, con sede en Occidente, que no rinden cuentas ante nadie más que sus accionistas” (159). En realidad, quien es enormemente “igualitarista” es el capitalismo, al reducirlo todo a mercancía.
Marx tampoco era sin más enemigo de la burguesía, a la que dedica grandes elogios en el Manifiesto: lo que quería es aprovechar sus logros y evitar que el capitalismo sea “una fuerza tan emancipadora como catastrófica” (159), sin limitarse a bendecirlo por lo primero o satanizarlo por lo segundo. Tampoco pretendía mitificar ontológicamente a la clase obrera sino aprovecharla funcionalmente: porque al ser, a la vez, “necesaria para el sistema capitalista y excluida por éste” (161), pone de relieve las contradicciones del sistema. Pero sabía bien que la clase obrera no podría hacer la revolución sin aliarse con otros grupos (campesinos, clases medias, administrativos o servicios)[7].
En conclusión: “sólo aquellos para quienes la clase obrera se reduce a una cuestión de propietarios de fábricas ataviados con levitas y de obreros enfundados en sus monos de trabajo, podrían adherirse a una idea tan simplista” (172).
7.- Tampoco era Marx promotor de una revolución violenta. Para empezar, en la historia se han dado tanto reformas violentas como revoluciones pacíficas[8]. Y quienes hoy se declaran contrarios a toda revolución violenta quieren decir casi siempre “que están en contra de algunas revoluciones pero a favor de otras” (176). Sin duda tanto Stalin como Mao fueron asesinos de masas en proporciones increíbles, pero “muy pocos marxistas defienden hoy esos crímenes a diferencia de muchos no marxistas que sí son capaces de defender la destrucción de Dresde o de Hiroshima” (178), o las guerras hechas para controlar recursos energéticos o esferas de influencia imperial. Tampoco son los marxistas enemigos de la democracia, sino que consideran que la democracia parlamentaria es insuficiente (como han clamado y puesto de relieve los muchachos del 15M). Y en cuanto a violencia: “uno de los primeros decretos de los bolcheviques nada más llegar al poder fue la abolición de la pena de muerte” (183). Lo que no se puede es pretender llevar la revolución al extranjero e imponerla a punta de bayoneta, como hizo Stalin (181).
En conclusión (y citando a W. Benjamin): “la revolución no es el tren que está fuera de control, sino el freno de emergencia con el que se intenta pararlo. Es el capitalismo el que está descontrolado” (180). Pero el autor no comenta la frase de Marx sobre la violencia como “comadrona de la revolución”.
8.- Tampoco cree el marxismo en un estado todopoderoso y despótico. “Marx se opuso implacablemente al estado” aunque no a una administración central, indispensable en nuestra sociedad compleja (188). El estado existe en buena parte para defender el orden actual que es injusto, tanto que Marx anticipó ya la actual situación de dominio de los poderes económicos (“los amos del universo”) sobre los políticos. Y esto vale también hoy, aunque hoy haya un progreso sobre el feudalismo, donde los poderes políticos eran los mismos económicos. Difícilmente pudo ser un apologista del estado quien aplaudió la comuna de París, que era para él expresión de la “dictadura del proletariado” (fórmula muy desdichada que, según nuestro autor, no es de Marx sino que la tomó de Auguste Blanqui).
En resumen: “el estado que Marx aprobaba era el del dominio de los ciudadanos sobre sí mismos y no el de una minoría sobre una mayoría. Mientras que, según él, el estado se ha apartado de la sociedad civil hasta el punto de que, entre ambos, existe una contradicción manifiesta” (193). De todos modos, el autor reconoce que Marx fue ingenuo al ver en el poder sólo una realidad instrumental, desconociendo lo que Freud y Nietzsche supieron ver: el atractivo que la voluntad de poder ejerce sobre el ser humano.
9.- Se arguye finalmente que la verdadera izquierda está hoy en otros movimientos (feminismo, anticolonialismo, ecologismo). Es innegable, según el autor que hubo marxistas que no distinguían el marx-ismo del mach-ismo, así como otros “que han realizado una gran contribución al pensamiento y la práctica feministas”, y también que “buena parte de la obra de Marx ignora el factor género” (202-203), pese a que, para él, “la producción sexual y material, son dos narraciones estrechamente ligadas entre sí”. En La sagrada familia llegó a afirmar que, “de entrada, la familia es la única relación social”. Pero el hecho es que, hasta la aparición de los movimientos feministas, sólo los comunistas se habían ocupado del tema: en la Rusia del 17 se creó un Secretariado Internacional de la mujer y se convocó el primer congreso internacional de mujeres trabajadoras.
Algo parecido cabe decir respecto de la opresión colonial, pero aquí, pese a la abundancia de ejemplos posteriores, el mismo Marx fue muy ambiguo por su idea de que “algunas naciones sólo son nacionalidades sin historia”. En realidad es otra vez el capitalismo (más que la clase obrera), el que no reconoce patria alguna (211)[9].
Y por lo que hace a la ecología, el autor cita dos frases: una de Engels (“la tierra es todo lo que tenemos y, por tanto, la condición primera de nuestra existencia”), y otra de W. Leiis para quien Marx representa “la más profunda intuición de la complejidad que rodea la cuestión del dominio sobre la naturaleza que haya tenido el pensamiento del s. XIX” (216). De hecho, en El Capital se refiere Marx a la naturaleza como “el cuerpo de la humanidad con el que ésta debe mantener un intercambio constante”. Y añade que “el tratamiento consciente y racional del suelo en cuanto propiedad colectiva eterna es condición inalienable de existencia y reproducción de la serie de generaciones humanas” (217-189. En realidad es, otra vez, el capitalismo quien es incapaz de evitar la devastación ecológica por su impulso acumulador (223).
10. Final. El autor cierra el libro una conclusión-resumen que merecería ser citada íntegra si no resultase demasiado larga, y que termina con esta pregunta: “¿ha habido alguna vez un pensador más caricaturizado?” (226).
Nosotros podemos concluir la presentación destacando que la pretensión del autor ha sido mostrar que Marx sigue vigente no por ofrecer soluciones, sino por su diagnóstico del sistema capitalista[10], el cual ayuda a comprender los dos grandes síntomas alarmantes detectados por Keynes: su incapacidad para crear trabajo digno y para reducir las diferencias abismales entre los seres humanos. Quizás falte más atención a la distinción de épocas en Marx: el joven filósofo y el maduro economista (que sólo aparece al hablar del estado). Pero, en cualquier caso, el autor aspira a poner de relieve la necesidad de cambiar al sistema, sin que tenga sentido discutir ahora sobre si ha de ser mediante reformas profundas o sustituyéndolo de golpe por otro modelo alternativo. Esto segundo no es posible; pero lo primero exige que esas reformas sean verdaderamente profundas y no meros retoques de adorno, de modo que vayan llevando a un cambio del sistema.
[1] Permítase esta cita como ejemplo del estilo desenfadado del autor: “es razonable creer que, en la sociedad comunista, abundarían los problemas, los conflictos y hasta las tragedias irreparables. Habría asesinatos de niños, accidentes de tráfico, novelas rematadamente malas, celos mortíferos, ambiciones desmesuradas, pantalones de mal gusto y penas inconsolables. Seguramente habría incluso que limpiar las letrinas” (105).
[2] Otra cita larga: “Pensemos por ejemplo en cómo la forma de la mercancía, propia del capitalismo contemporáneo, ha marcado con sus mugrientos dedos desde el deporte hasta la sexualidad, desde cómo ganarse un asiento en primera fila en el paraíso celestial hasta los tonos estridentes que utilizan los reporteros de la televisión estadounidense para captar la atención del espectador a fin de asegurarse ingresos publicitarios” (p. 117).
[3] El mismo Marx, según nuestro autor, trabajó en este sentido: “llegó a escribir poesía lírica, una novela cómica inacabada, un fragmento de una obra teatral en verso y un voluminoso tratado manuscrito no publicado sobre arte y religión. También tenía pensado poner en marcha una revista de crítica teatral y un tratado de estética. Sus conocimientos de la literatura mundial eran de una amplitud sorprendente” (124). Detalles que yo desconocía.
[4] Subrayado en el original.
[5] como proclama el refrán castellano: “el hambre aguza el ingenio”.
[6] Según otra cita larga con el desenfado típico del autor: “Hay innumerables elementos que no pertenecen a la producción material ni a la llamada superestructura. El lenguaje, el amor sexual, la tibia, el planeta Venus, el amargo remordimiento, bailar el tango y los brezales de North Yorkshire son sólo unos pocos de ellos” (148).
[7] Incluso, el término “proletariado” designa primariamente a mujeres, las que no pueden aportar a la sociedad más que la “prole”: fuerza de trabajo en forma de hijos (164).
[8] Quizá valga la pena otra cita larga: “las revoluciones se traman normalmente durante mucho tiempo y pueden tardar siglos en alcanzar sus objetivos. La clase media europea no abolió el feudalismo de la noche a la mañana. Tomar el poder político es una meta a corto plazo, transformar las costumbres, las instituciones y los hábitos de sentimiento de una sociedad lleva mucho más tiempo “ (174).
[9] Aunque el autor no pueda citarlo, en los momentos en que escribo es inevitable evocar las “transmigraciones” nacionales de Gérard Depardieu y otros de su misma calaña.
[10] Diagnóstico muy bien hecho en la obra de E. Menéndez Ureña: Marx economista. Madrid 1976.
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