Jesús Martínez Gordo
Tras la muerte de Juan
XXIII, y una vez finalizada la primera sesión conciliar (1963), se inicia el
pontificado de Pablo VI. A él le corresponderá culminar la recién iniciada
asamblea episcopal y, sobre todo, proceder a su aplicación, una vez clausurada.
Su pontificado es objeto –cuando menos- de dos valoraciones: la que entiende
que es quien pone las bases (por su comportamiento ambivalente, incluso en el
mismo aula conciliar) para una lectura involutiva del Vaticano II y la que
considera que pone en funcionamiento (tímidamente, por supuesto) una cierta
renovación de la iglesia que será frenada en los siguientes pontificados, sin
dejar de reconocer, por ello, la importancia de algunas de las trabas (mediante
reservas papales) que pone a los padres conciliares.
El juicio de Giovanni Franzoni. Los participantes en
el XXI Congreso de Teología celebrado en Madrid del 8 al 11 de septiembre de
2011 tuvieron la oportunidad de escuchar el sincero y conmovedor testimonio de
G. Franzoni sobre su participación en el Vaticano II y –en palabras suyas- la
penosa historia de su traición a manos de Pablo VI sin –siquiera- haber sido
clausurado. La recepción involutiva del Vaticano II no arranca, como
habitualmente se suele entender, con el pontificado de Juan Pablo II y
auxiliado por J. Ratzinger, sino en el aula conciliar, siendo el papa Montini
el sucesor de Pedro. Con palabras de G. Franzoni: “fue el mismo Pablo VI quien
puso las premisas para que el Concilio pudiera ser, al menos en parte,
‘domesticado’ y el postconcilio ‘enfriado’”. Y un poco más adelante abunda en
la misma tesis: el papa Montini “tomó decisiones que amputaron el Concilio en
sus potencialidades, y puso las premisas para una interpretación reductiva de
los documentos del Vaticano II”.
Avalan esta conclusión,
cuando menos, siete polémicas intervenciones suyas a lo largo de los trabajos conciliares
y también en el tiempo inmediatamente posterior a la clausura de la asamblea
episcopal:
1.- La famosa “Nota
explicativa previa” a la Lumen Gentium (concretamente, al capítulo tercero) que
va al final del documento conciliar, aguando –cuando no, disolviendo- la
colegialidad episcopal.
2.- La proclamación de
María como “Madre de la Iglesia”, siguiendo al episcopado polaco y desoyendo
el parecer mayoritario de los padres conciliares que la veían como “Madre en la
Iglesia”, es decir, como discípula de Jesús
y no “sobre” la Iglesia.
3.- La reserva de la
cuestión del celibato de los presbíteros ante la petición de algunos padres
conciliares para que se ordenaran hombres maduros, (los que serán llamados más
adelante, “viri probati”), es decir, padres de familia y con una vida
profesional asentada.
4.- La reserva sobre la
cuestión de los medios moralmente lícitos para regular la natalidad.
5.- La asignación de una responsabilidad meramente consultiva a
los sínodos de obispos, dejando al Papa libre para acoger o rechazar sus
propuestas. En realidad, semejante decisión obedecía a una estrategia que
-alimentada, una vez más, por la curia vaticana- pasaba por “de-potenciar el
Concilio y, particularmente, la colegialidad episcopal.
6.- El desinterés por
dotar a la Iglesia de las instituciones adecuadas en las que visibilizar y concretar
la afirmación conciliar de la Iglesia como “pueblo de Dios”. Podría haber
creado algo así como un senado de la Iglesia católica en el que estuvieran
representados obispos, sacerdotes, monjes, monjas, religiosos, religiosas,
laicos, hombres y mujeres, para debatir los grandes problemas. Nada de eso vio
la luz.
7.- Finalmente, su negativa
a que las mujeres pudieran acceder al sacerdocio.
G. Franzoni entiende que
la gran mayoría de estas intervenciones papales obedecen a una bienintencionada
preocupación por evitar la ruptura de la comunión, sobre todo, entre la minoría
y la mayoría conciliar. Sin embargo, le resulta incontestable que su “obra de
mediación terminó por limitar o cancelar la libertad del Concilio y, sobre
todo, difirió al futuro problemas que más tarde reventarían, provocando
consecuencias desastrosas. Montini estaba obsesionado por la búsqueda de una
unanimidad moral sobre todos los textos conciliares: noble propósito, que sólo
habría adormecido, más no cancelado, tensiones punzantes”.
Este severo juicio no le
impide reconocer también algunos puntos positivos en su pontificado tales como
su inequívoco compromiso en favor de la paz y la justicia en el mundo o la
renuncia a la tiara papal, símbolo arrogante del poder temporal -también
político- del papado; aunque semejante renuncia no haya supuesto el abandono de
un modelo de gobierno absolutista, heredado de la historia.
Sin negar los hechos
reseñados por G. Franzoni, no comparto su valoración del pontificado de Pablo
VI. Entiendo, más bien, que lo poco que se ha podido experimentar de lo mucho
bueno que hay en el Vaticano II se lo debemos a él. Éste es un importante punto
que G. Franzoni no tiene debidamente en cuenta y, por ello, no lo resalta como
es debido. Muy probablemente, porque los testigos directos de determinados
acontecimientos –en este caso, de relevancia mundial- tienen dificultades para
marcar distancias y valorar una gestión con perspectiva histórica.
Los tres ejes mayores del pontificado de Pablo VI. A diferencia de G.
Franzoni, creo que el pontificado de Pablo VI está presidido por tres grandes
objetivos que el mismo papa Montini explicita en sendos documentos de indudable
calado:
·
la
renovación de la iglesia (“Ecclesiam suam”, 1964),
·
la
promoción de la justicia (“Populorum progressio”, 1967) y
·
la
evangelización del mundo (“Evangelii nuntiandi”, 1975)
Por razones de tiempo y
espacio centro mi aportación en la primera de las encíclicas, es decir, en la
renovación de la Iglesia, quedando para otra ocasión el estudio de la promoción
de la justicia y la evangelización.
La renovación eclesial. Pablo VI explicita las opciones de
fondo de la renovación eclesial en su encíclica “Ecclesiam suam” (1964). Y lo
hace señalando las tres preocupaciones que “agitan” su espíritu:
·
purificar
la Iglesia de todos los defectos que aparecen cuando se la contrasta con
Cristo;
·
acertar
con el método que posibilite su renovación de una manera prudente y
·
precisar
las relaciones que la Iglesia ha de mantener con el mundo.
La Iglesia, señala Pablo
VI, ha de “aggiornarse –como proponía Juan XXIII- en fidelidad a su Fundador y
estar atenta a los signos de los tiempos. La comunidad cristiana “no está
separada del mundo, sino que vive en él”. Lo cual es una invitación permanente
a “estudiar las señales de los tiempos”, “probar... todo y apropiarse lo que es bueno; y ello, siempre y
en todas partes”. Obviamente, ésta es una tarea incompatible con la inmovilidad
y el rechazo sistemático de todas aquellas costumbres aceptables de nuestro
tiempo.
El Papa Montini tiene
que articular este interés por la renovación de la iglesia con su
responsabilidad por guardar la comunión. Es la atención a este equilibrio –tan
inestable como frágil- la que explica (aunque no siempre justifique) el cuidado
que presta a los sectores más reacios a los cambios que se están proponiendo.
Éste es el contexto en el que hay que entender, por ejemplo, la “Nota
explicativa previa” a la “Lumen Gentium” o la proclamación de María como Madre
de la Iglesia.
Sin embargo, tales esmeros
no bloquean una recepción, cierto que temerosa, del concilio Vaticano II.
Prueba de ello es que el Papa Montini favorece la tímida renovación eclesial
que se vive en el tiempo inmediatamente posterior a la finalización del
concilio Vaticano II. Basta estudiar la reforma litúrgica que propicia (1963-1969);
el “Motu Propio” “Apostolica
sollicitudo” (15. IX.1965) por el que instituye el sínodo de los obispos; la
carta apostólica “De episcoporum muneribus” (15.VI.1966) mediante la que
reconoce la plenitud de poderes episcopales; el directorio pastoral para los
obispos “Ecclesiae imago” (1973), probablemente, el texto más logrado de su
pontificado desde el punto de vista jurídico y pastoral; la constitución
apostólica “Regimini Ecclesiae universae” (1967) gracias a la cual impulsa una limitada
reforma de la curia vaticana; la creación de la Comisión Teológica
Internacional (1969); la carta apostólica “Ecclesiae sanctae” (16.VIII.1966)
por la que procede a la renovación de la vida religiosa y, sin ánimo de ser
exhaustivos, el relanzamiento del ecumenismo.
Merecen un tratamiento
menos elogioso sus reservas al control de la natalidad y al celibato opcional
de los presbíteros, la reapertura del debate sobre la identidad y
espiritualidad de los sacerdotes y la ambigüedad en que queda sumida la deseada
articulación entre secularidad y ministerial laical a partir del sínodo de
obispos de 1971.
A lo largo de su
pontificado se asiste, además, a las primeras decisiones en favor de un mayor
protagonismo de la mujer en la iglesia y a la apertura del debate sobre la
posibilidad de su acceso al ministerio sacerdotal y, más concretamente, al
presbiterado. Es una cuestión que Pablo VI –a diferencia de Juan Pablo II-
cerrará provisionalmente, por tanto, no “definitivamente”.
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