alma y guía de la comunidad (Mc 1, 21-28)
Lo que leemos en la Biblia de Moisés, de los profetas, también sucede hoy en muchas partes de América Latina. Hay comunidades, Iglesias, obispos, que pueden llamarse proféticos. A veces todo parece muerto y sin esperanza, pero si miramos con más atención, nos damos cuenta que Dios no ha abandonado al mundo, y que suscita aquí y allá comunidades y hombres de Iglesia proféticos. (Puebla 92).
El profeta cristiano es un guía. Si leemos el Éxodo, vemos que Moisés era el guía de su pueblo, y en toda la historia de Israel vemos que de tanto en tanto aparecen estos guías del pueblo. Recuerdan que Dios es esencialmente e1 liberador, que se sirve de estas personas y de estas circunstancias para hacer visible su acción liberadora.
Hoy la Iglesia no quiere sólo enseñar el catecismo y celebrar el culto; se preocupa también de los que no tienen tierra, de los que no tienen trabajo, de los que no tienen casa, de los problemas concretos. Y no sólo los sacerdotes, sino los cristianos comunes, por lo menos los que han tomado conciencia de todo lo que significa ser cristiano. Incluso se debería procurar que los sacerdotes pasen a un segundo plano en esto, y que sean las mismas comunidades las que luchen por alcanzar estos objetivos. Los sacerdotes y los obispos no son sólo maestros que se sientan en una mesa y enseñan, sino que también se mezclan con sus comunidades y participan en el compromiso común. (Puebla 145, 149, 696, 769).
La aspiración de Jesús, de cambiar una sociedad de lobos en una sociedad de hermanos que viven unidos, es muy ambiciosa, y si miramos al mundo como va, parece una utopía. San Pablo no sabe encontrar otra expresión para describir este ideal de Jesús que recurriendo a la imagen de un solo cuerpo donde hay muchos miembros, pero todos unidos entre ellos y coordinados de tal modo, que uno colabora al bien de los otros. ¿Cuántos siglos serán necesarios para llegar a esto? El trabajo es tan difícil que buscamos distraernos y escoger uno más fácil. Nos conformamos con las prácticas religiosas, con ser bueno, lo que es en el fondo más fácil que tomar en serio la gran responsabilidad que Cristo confió a sus discípulos, la de colaborar en la reconciliación y en la fraternidad entre los hombres.
En el mundo en que vivimos, es fácil advertir una labor contraria a esta fraternidad. Las injusticias, las explotaciones del hombre, sobre todo aquí en América Latina, son visibles a todos. Pero el profeta es aquel que descubre toda esta injusticia y la denuncia, la grita. Tenemos en la Biblia muchos ejemplos; citemos algunos entre tantos: "El ayuno que quiero es éste: romped las cadenas injustas, quitad los yugos a los siervos, enviad libres a los oprimidos"... (Is 58). Si los profetas se limitaran a gritar, el mundo continuaría por el mismo camino, los injustos dirían: Grita cuanto quieras, a nosotros qué nos importa. Pero el profeta también anima a las comunidades, al pueblo, defiende sus derechos, lo moviliza, y por eso el profeta a menudo es acusado de subversivo.
Porque de hecho son estas comunidades eclesiales, proféticas, las más eficaces para cambiar la situación de injusticia. La fe las mantiene en las motivaciones verdaderas, evangélicas, de su acción, y las hace vigilantes, porque se parte con buena intención y se puede terminar haciendo de los demás un instrumento, una cosa. Por eso el profeta cristiano se distingue del simple militante político.
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