Por Jesús Martínez
Gordo
13/10/2025
En
este libro dialogan dos sociólogos que se llevan 36 años de diferencia. Y lo
hacen, como es previsible, con dos miradas diversas, pero complementarias. El
hilo conductor se indica en el título: “del sufrimiento social a la esperanza”.
Obedece a la voluntad -compartida por ambos- de ver la realidad con los ojos de
“los de abajo” para, acogiendo su esperanza, decirse el uno al otro cuál es la
suya y qué pueden hacer los dos para, por lo menos, paliar tanto dolor.
Obviamente, el lector está permanentemente invitado a sumarse a este diálogo.
El
camino que transitan -y que nos invitan a andar con ellos- consta de doce
etapas. En la primera de ellas, de precalentamiento, se ofrece un rápido e
interesante repaso a la vida y obra de Rafael Diaz Salazar. Luego, suceden unas
cuantas etapas -aparentemente “llanas”- dedicadas a lo sagrado y la
secularización y el futuro de la religión; al catolicismo, la iglesia y la
política en España; a la laicidad necesaria; a la izquierda y el cristianismo;
a la espiritualidad: contemplación, meditación laica y oración.

Rafael Díaz-Salazar y Rafael Ruiz AndrésEn la
segunda fase de la carrera transitan por otras etapas, de montaña media y alta:
democracia política y poscapitalismo; clase obrera y trabajadores precarios;
desigualdades internacionales y políticas de justicia global; nueva
geopolítica: imperialismo y rearme; educación: ecología y ciudadanía global.
También
hay una contrarreloj que, seguro, sorprende al lector -como es mi caso- poco o
nada adentrado, pero interesado, en la investigación sociológica: la belleza y
el sufrimiento social. La etapa final es, por supuesto, la central del libro: La esperanza y las
muertes. Adelanto que en la última pedalada de esta carrera -es decir, en
la página que cierra el libro- tiene una magnifica clave explicativa: “No hay
belleza / si ignora el sufrimiento humano / No puede haber una verdad / que
silencie el dolor ajeno / No puede llamarse bondad / a lo que permite que otros
sientan dolor”. (T. Borowski, “Nuestro hogar es Auschwitz”).
El lector, cuando llegue a la meta final,
tendrá la convicción de que este diálogo ha merecido la pena.