(Jesús Martínez Gordo).-
Nominados, la gran mayoría de ellos, para estar al frente de una Iglesia más jerárquica y piramidal que corresponsable o participativa; más moralizante y poseedora de la verdad que dialogante y propositiva; más en la sacristía que en las periferias del mundo; más controladora de los díscolos que atenta a los clamores de los parias y crucificados de nuestro tiempo y más partidaria de las llamadas "verdades innegociables" o de la ley moral natural que de la misericordia evangélica, se encuentran con que el Papa Francisco les invita a cambiar de "chip" y a prestar la atención debida a aquello que han ninguneado, e, incluso, combatido.
Y, la verdad, muchos de ellos, descolocados, no saben qué hacer. Pero otros, vaya que sí: toca esperar, se dicen, a que pase esta "tormenta franciscana" y procurar que no deje huella alguna en el entramado eclesial, teológico y pastoral tan trabajosamente levantado durante los pontificados anteriores. Eso, y, siempre que sea posible, ir colocando, discretamente, palos en la rueda del Papa Bergoglio.
Sucede que el listado de obstáculos que están poniendo empieza a ser considerable, vinculado al perfil, marcadamente preconciliar, que presentan desde que fueron elegidos por el lobby de turno: incapacidad para liderar, con audacia y entusiasmo, una Iglesia conciliar y para presidir sus respectivas diócesis aunando o sumando voluntades e infundiendo un poco de esperanza; sorprendente temeridad para promover modelos periclitados de ser cura o para traerlos de fuera sin la debida inculturación y haciendo la vista gorda ante sus incuestionables, pero superables, lagunas; impulso agónico de reorganizaciones pastorales en defensa de un modelo de presbítero, de parroquia y de liturgia en la UCI y necesitados de una revisión tan radical y de consecuencias tan determinantes como la que se favoreció en el concilio de Trento; aparcamiento de proyectos e iniciativas que promuevan la ministerialidad y el liderazgo laical de comunidades sin un adecuado servicio presbiteral, dando por inevitable su extinción; atemorizado silencio ante la urgencia de pensar y adelantarse a una revisión de la aconfesionalidad del Estado más en clave de mutua independencia y colaboración que de nostálgica añoranza de un pasado que, afortunadamente, ya no volverá y dialogar, desde semejante revisión, con los "tics" fundamentalistas de cualquier laicismo que sea excluyente y beligerante; desinterés por hacerse presente en la sociedad civil y denunciar, sin cortapisas y colectivamente, las lacras de la corrupción, el drama del paro, la existencia de enormes bolsas de pobreza, las mafias de la migración, la xenofobia o, sencillamente, sumarse a lo que hay de cercano al Evangelio, por ejemplo, en muchas iniciativas que se están propiciando en favor de la pacificación y de la reconciliación en cualquier parte del mundo y, más concretamente, en el País Vasco.